Montón

Amanece. Cada pegajoso adoquín del casco viejo de Pamplona deja constancia de una noche eterna. Montones de vidrios rotos, montones de rostros desmadejados, montones de hígados arrojados al límite. Todo ello, señal inequívoca de que es domingo. En el recuerdo, otro montón. El 9 de julio de hace 25 años, la entrada a la plaza de toros era literalmente tapiada por los cuerpos de los corredores. Los más veteranos guardan nítidas en la memoria las huellas de la garganta seca, del pánico, de la angustia. Ese día moría corneado por un astado de la ganadería de Osborne el joven pamplonés Gregorio Gór...

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Amanece. Cada pegajoso adoquín del casco viejo de Pamplona deja constancia de una noche eterna. Montones de vidrios rotos, montones de rostros desmadejados, montones de hígados arrojados al límite. Todo ello, señal inequívoca de que es domingo. En el recuerdo, otro montón. El 9 de julio de hace 25 años, la entrada a la plaza de toros era literalmente tapiada por los cuerpos de los corredores. Los más veteranos guardan nítidas en la memoria las huellas de la garganta seca, del pánico, de la angustia. Ese día moría corneado por un astado de la ganadería de Osborne el joven pamplonés Gregorio Górriz. "Desde entonces no he vuelto a correr. Siempre digo que tengo dos cumpleaños: el mío y el 9 de julio de 1975", recuerda José Miguel García, testigo de aquel horror. Quizá por el peso del recuerdo, el encierro de ayer se vivió como un relámpago. En poco más de dos minutos, los pablorromeros completaron un recorrido otra vez atestado de gente. Los supersticiosos, o simplemente los memoriosos, no podían dejar de relacionar lo ocurrido hace un cuarto de siglo con el agobio de una mañana, la de ayer, sin huecos. Juan José Pérez Capapay, de 28 años, terminó por apropiarse de la peor parte. En la plaza del Ayuntamiento, un cabestro le arrollaba. Poco más tarde, el mozo local ingresaba en el Hospital de Navarra con una fractura en la bóveda craneal. Por la tarde permanecía aún en la unidad de cuidados intensivos con pronóstico muy grave.

Mientras, Roberto M. L., un corredor de Madrid de 22 años, se fracturaba la muñeca, y Carlos Carrión Gómez, un valenciano con 27 cumplidos, se caía del vallado contra el sucio suelo. Eran dos de las seis contusiones atendidas en los hospitales. Ni una sola cornada. Todo golpes y amontonamientos. El estadounidense Montgomery Doiel, corneado el sábado, evolucionaba ayer favorablemente.

"Es increíble que con esta masificación no sucedan más desgracias. Algún día de estos, veremos", comenta José Miguel García. A su lado, José Manuel González y el estadounidense Noel Chander. Los dos primeros pasan por poco la cuarentena y el tercero atesora 65 años de fervor sanferminero. Los tres estuvieron en el montón del 75 y los tres se reunieron ayer poco después del encierro por aquello de pasar cuentas al tiempo. "Intentaba ayudar", inicia García, "tirando de la gente. Al final me llevé una cornada en la pierna. Gracias que puedo contarlo". Toma la palabra José Manuel: "Yo estaba dentro y sentí una angustia total". "Lo que recuerdo perfectamente es el golpe de un cabestro en la espalda justo después de chocar contra el montón. En el callejón no se veía nada", replica Chander.

El de hace 25 años fue uno de los 24 montones que registra la historia del encierro. En 1960, la piña de cuerpos se formó en mitad de la calle Estafeta. En el 22, el accidente coincidió con la inauguración de la plaza. En el 77, el joven Esparza murió aplastado. De tanto en tanto, en poco más de tres metros y medio, lo que mide la entrada al coso, se agolpa el miedo. "Yo llevé a Gregorio a la enfermería", recuerda José Manuel, y sus ojos, vueltos un cuarto de siglo atrás, enmudecen.

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