Tribuna:

Sobre ignorancias

Primero, quede bien claro que, sin conocer todavía el texto del informe presentado por la Real Academia de la Historia, doy por supuesta su solidez y ecuanimidad. Si, como señalaba en estas páginas mi amigo Javier Tusell, se han deslizado en él expresiones que pueden resultar desafortunadas, lo serán fuera de contexto. Y lo que carece de ecuanimidad y solidez es citarlas, como diversos medios de comunicación han hecho, aisladamente y una vez descontextualizadas.Segundo, me parece igualmente claro que la ignorancia en cuestiones históricas -¿sólo históricas?- de nuestros estudiantes de secundar...

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Primero, quede bien claro que, sin conocer todavía el texto del informe presentado por la Real Academia de la Historia, doy por supuesta su solidez y ecuanimidad. Si, como señalaba en estas páginas mi amigo Javier Tusell, se han deslizado en él expresiones que pueden resultar desafortunadas, lo serán fuera de contexto. Y lo que carece de ecuanimidad y solidez es citarlas, como diversos medios de comunicación han hecho, aisladamente y una vez descontextualizadas.Segundo, me parece igualmente claro que la ignorancia en cuestiones históricas -¿sólo históricas?- de nuestros estudiantes de secundaria es evidente. Pero se remonta a las reformas de los años 70, se agudizó después con el desmantelamiento del prestigioso y meritorio cuerpo de catedráticos de Instituto -de cuya solvencia somos testigos y beneficiarios quienes tuvimos la fortuna de ser, en su día, alumnos de la enseñanza pública- y no ha dejado de agravarse más adelante, con la colaboración de todos. De los ministros que consideraban inútiles las humanidades y de los autores de programas y libros que tratan de enseñar una historia incomprensible, en muchos casos mal refrito de la admirable École des Annales, harto inadecuada para principiantes, ya sean alumnos, docentes o editores. Recuerdo los apuros de mis hijos, hace poco salidos del BUP, para asimilar una historia de Roma que prescindía de las Guerras Púnicas y abundaba en la devaluación del denario. Sin duda, el localismo de muchas enseñanzas ha contribuido a ello; pero, recurriendo de nuevo a mi propia experiencia familiar, recuerdo también que una hija mía aprendió la altura del pico de las Tres Provincias, los meandros del Alberche y cosas semejantes de la geografía madrileña sin que le enseñaran dónde estaba el Guadiana y no digamos el río Marañón. ¡Como si la geografía debiera servir para salir de acampada antes que para situarse en el mundo! Culpar de ello a los nacionalismos históricos y, más aún, como el caso gallego revela, a la conciencia diferencial de nuestras comunidades históricas y a la utilización de las competencias que les reconoce nuestro bloque de constitucionalidad, me parece una desmesura más en el concierto de despropósitos que dice pretender armonizar la pluralidad española.

Pero, puesto que de ignorancias hablamos, afirmar, como viene haciéndose estos días, que el nacionalismo -así, sin más- es fruto de la ignorancia y matriz de intolerancia y arcaísmo, revela que el desconocimiento de la historia es más antiguo y generalizado de lo que podría suponerse. Nacionalismo y liberalismo democrático han ido de la mano por doquier, desde el siglo pasado hasta la inapreciable contribución de los nacionalistas, especialmente catalanes, a nuestra transición y proceso constituyente. La conciencia nacional se ha desarrollado por doquier al hilo de la modernización y ha sido hasta ahora el único marco viable para la democracia política. Y considerar la ilustre estirpe de pensadores y políticos nacionalistas, desde Fichte, Michelet o Manzini hasta Cambó, Nerhu y Morgenthau, como exponentes de ignorancia es, simplemente, una estupidez. Algo ciertamente peligroso porque descalificar impide tratar de comprender, algo indispensable para hablar y llegar a entenderse. Jamás a nadie, decía el joven Marx, ha sido de provecho la ignorancia.

Estupidez semejante a la de quienes, hace años, polemizaban con el marxismo tildándolo de atavismo o consideraban el agnosticismo religioso fruto de la mala fe o la perversión moral. Como, sin haber sido nunca marxista y confesarme siempre cristiano, jamás se me ha pasado por las mientes descalificar tan ingenuamente las posturas que no compartía ni comparto, puedo escandalizarme ahora al ver a los conversos al liberalismo -e incluso al españolismo- mantener los modos inquisitoriales y dogmáticos de antaño.

Ya sé que decir todo esto es muy impopular en ciertos pagos. Pero, como no pretendo ni votos ni favores, puedo permitirme no bailar al son de la moda.

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