Tribuna:

Gran Hermano

La llegada de ese programa televisivo que se dispone a hacer pública la vida privada de unos concursantes está siguiendo una estrategia que parece perfectamente calculada. Desde hace algún tiempo la noticia de la existencia de programas similares en televisiones extranjeras y su próximo aterrizaje en las pantallas españolas se viene completando con un debate sobre si es o no moralmente lícito, o simplemente decente, llegar a extremos tales de exhibición (a cuenta de la necesidad de captar cuota de pantalla) y de exhibicionismo (a cuenta de la necesidad de sentirse alguien). "Y después de esto,...

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La llegada de ese programa televisivo que se dispone a hacer pública la vida privada de unos concursantes está siguiendo una estrategia que parece perfectamente calculada. Desde hace algún tiempo la noticia de la existencia de programas similares en televisiones extranjeras y su próximo aterrizaje en las pantallas españolas se viene completando con un debate sobre si es o no moralmente lícito, o simplemente decente, llegar a extremos tales de exhibición (a cuenta de la necesidad de captar cuota de pantalla) y de exhibicionismo (a cuenta de la necesidad de sentirse alguien). "Y después de esto, ¿qué va a llegar?", dicen voces escandalizadas; lo cual me recuerda aquella España bienpensante y mojigata de hace muchos años que, tras aceptar a regañadientes el bikini, clamó a los cielos cuando se empezó a hablar del "monokini" -en expresión castiza- o del top-less -versión esnob-. El resultado fue que los cielos no se abrieron, los pechos salieron al aire y la normalidad siguió instalándose en nuestras vidas.Hay que reconocer que tras el morbo que produce la noticia -rítmicamente reproducida en los medios- de que llega el programa que levanta sin tapujos el velo de la intimidad de un grupo de gente tan anónimo y español como la mayoría de los españoles, y tras la apariencia de debate sobre la moralidad del asunto, cualquiera diría que hay una estrategia perfectamente calculada para que todo confluya sobre el día D, y ese día todo el mundo levante una cuota de pantalla de las que hacen época.

Todo esto nos lleva a contemplar con cierta inquietud el camino que puede llegar a ser un día la cultura de masas, pero todo es empezar. Sin embargo, muy a menudo, lo que parece ser una novedad a simple vista no es más que el resultado de un caldo de cultivo en el que esas novedades están cociéndose desde mucho antes. Por ejemplo, ¿a qué vienen el morbo medio escandaloso y el cuestionamiento moralista de un programa de televisión que destapa la intimidad de unas gentes normales y corrientes cuando la prensa, los programas y los profesionales del corazón llevan hurgando en ello día a día y semana a semana con toda normalidad y con el beneplácito de cientos de miles de lectores y espectadores?. Y además, todos y cada uno de ellos, protagonistas y comentaristas, lo hacen por la pasta, como suele decirse. Igual que los concursantes del programa.

Cuando uno se entera de que las portadas de las revistas están ocupadas por declaraciones de gente que cuenta cómo un individuo registra su casa para pillar al amante de su señora y los presuntos amantes salen a la semana siguiente dando su versión de los hechos, que en Gran Hermano aparezca un padre de familia sentado en el retrete o una hija pequeña duchándose por la mañana o una bronca de pareja me parece una cosa baladí. Yo me limitaré a no ocuparme de ello, porque no me produce la menor curiosidad en comparación con otras cosas que me interesan, pero tampoco pienso lamentarme de los tiempos que corren. Los tiempos que corren son de extrema vulgaridad, y lo que constato es que la mejora de nivel de vida no se ha visto acompañada -en la sociedad occidental al menos- por una mejora cultural general, sino al contrario.

En otras palabras: la curiosidad -esa facultad maravillosa del ser humano- no se ha aplicado al conocimiento, sino a mirarse el ombligo, y la gente aprecia que personas con problemas tan pequeños como los suyos sean los verdaderos protagonistas del espectáculo. De esta manera el círculo de la vulgaridad se cierra a la perfección: el Mundo se convierte en el pequeño mundo de cada uno y nada hay más allá que pueda despertar la curiosidad general. Utilizaré unas palabras tan conocidas como rotundas de la novelista inglesa Iris Murdoch -gran observadora de la desesperación que late en la penuria de la vida mediocre- para definir la situación: en el fondo, a cada cual le gusta el olor de su propia mierda.

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