Tribuna:CRÓNICAS

Amanecer del poeta

Hay una cosa que todo el mundo sabía entonces que Francisco Brines haría antes de amanecer: irse a casa. El poeta llegaba a las reuniones, fresco, sonriente y juvenil, tomaba sin prisa una copa blanca, de agua o de tónica, o de ginebra, escuchaba a los demás, y a veces hablaba con inteligencia y con parsimonia de las cosas que sabía; se sumaba a las iniciativas tranquilas, ir a cenar, tomar café cerca de la madrugada en los drugstores en los que en esa época terminaban los periodistas y los escritores que ahora están en casa a esas horas, y los que le acompañaban hasta las últimas horas le veí...

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Hay una cosa que todo el mundo sabía entonces que Francisco Brines haría antes de amanecer: irse a casa. El poeta llegaba a las reuniones, fresco, sonriente y juvenil, tomaba sin prisa una copa blanca, de agua o de tónica, o de ginebra, escuchaba a los demás, y a veces hablaba con inteligencia y con parsimonia de las cosas que sabía; se sumaba a las iniciativas tranquilas, ir a cenar, tomar café cerca de la madrugada en los drugstores en los que en esa época terminaban los periodistas y los escritores que ahora están en casa a esas horas, y los que le acompañaban hasta las últimas horas le veían de pronto desaparecer en las fronteras de un taxi, rumbo a su casa, en la Dehesa de la Villa. Entonces vivían en la Dehesa de la Villa muchos poetas que se llevaban bien: Fernando Delgado, Caballero Bonald, Fernando Quiñones...; Luis Antonio de Villena era también habitual en aquellas reuniones nocturnas, y se quedaba hasta el final, y le doblaba el pulso a la noche; pero Brines no quería prolongar, y a esa hora en que la luz ya empieza a ser en el horizonte el fin del tiempo, el poeta de Las brasas se iba a casa, como si conjurara así la denuncia que la luz hace de la constancia del pasado...¿Y cómo llegaba a las reuniones el último Premio Nacional de las Letras? Él dice que estuvo siempre muy influido por Juan Ramón Jiménez, y también ha explicado de dónde nace su poesía, narrativa, sensual, melancólica y mediterránea, pero han tenido que venir estos galardones de ahora para que se sepan de su voz esas cosas; va a los recitales y se sienta detrás, como si aún no hubiera llegado, y cuando recita él mismo se coloca así las gafas de montura negra que le dan cierto aire de ministro árabe de Cultura, y lee de lado, también como si aún no hubiera llegado a esa reunión social. Y llega, pues, haciendo así con la mano para que los demás sigan hablando como si él no hubiera llegado aún... Aún no: ese título de uno de sus libros, que expresa en sí mismo una frontera y una incertidumbre, es también la expresión de sus manos cuando llega o cuando se va: no quiere decir que está, no quiere decir que se va, aún no es tiempo...

Pero si eras tú quien le recibía en las reuniones, observabas su abrigo de color caramelo, del que se despojaba como si se quitara también el tiempo de la calle; como había escrito un poema de unas manos que iban envejeciendo en la ventana de una casa sin sol en Oxford, le mirabas las manos, morenas siempre, como el rostro, que a lo largo de los años él ha sometido al beneficio de los atardeceres de la costa... Son manos explicativas, que él utilizaba para taparse parcialmente la boca cuando su risa era pícara, o cuando comenzaba a hablar; ponía así los dedos, en medio de los labios, y sabías que era en ese instante cuando quería intervenir... Sabía cosas insólitas, porque leía mucho, y no sólo leía los innumerables libros de poesía que le enviaban sus amigos considerándole ya un maestro, sino que devoraba la prensa por los lados insólitos por donde sólo la lee gente como él, curiosa y dispuesta para sorprenderse...

De sus abrigos, como nosotros veníamos de una tierra sin abrigos, me sorprendía su tacto suave, que daba la sensación de que no pesaba, sino que era aire y también frontera del tiempo: como si guardaran un cuerpo que no conocía transición entre el calor y el frío... Lo recuerdo, en aquellos días, siempre en invierno y de noche, por eso, acaso, los símbolos del tiempo que cubren su poesía son los que vienen ahora a la memoria tan frescos como esa invocación de Las brasas: "Hermosa fue la vida/ cuando el cuerpo era joven, y el deseo/ la costumbre inicial de cada hora".

Brines, antes del amanecer. Hace unos días sé de alguien que desmontó una casa, y de pronto halló el brevísimo volumen donde se guarda ese poema; lo mantuvo lejos de la mudanza y lo hizo viajar consigo. Luego le dieron el premio nacional a Francisco Brines. Ese libro fue un amuleto. Lo publicó en el 60, cuando él tenía 28 años.

Y otra B de la poesía: Mario Benedetti se estará yendo a esta hora a Uruguay, como todos los años. El miércoles recibió en el palacio Real, de manos de la Reina, el Premio Reina Sofía de Poesía, el primero que recibe en este país. Una frase suya: "Ahora las palabras pasan por caja y antes pasaban por la magia". Antes de su breve discurso sobre la poesía, que concluyó recitando un manual para salvarnos, el poeta anunció: "Perdonen por la afonía, pero es que soy asmático". Al final le gritaron ¡bravo!, y con ese primer bravo español se fue a Uruguay, hasta la primavera.

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