Tribuna:

Balidos urbanos

Gozaban el taxista y el viajero del raro placer de circular en libertad y sin agobios por el paseo de la Castellana y daban gracias a los domingueros y a los aficionados al puenting por haberles dejado a sus anchas para huir, como almas que lleva el diablo, a celebrar el puente de Todos los Santos en esas carreteras y autopistas de Dios y del Ministerio de Fomento. Sonaba en la radio una música optimista y cantarina, y los locutores charlaban relajadamente; hasta los más feroces contertulios y debatientes parecían haber optado por la moderación y la tregua y hablaban de libros, de poetas, conc...

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Gozaban el taxista y el viajero del raro placer de circular en libertad y sin agobios por el paseo de la Castellana y daban gracias a los domingueros y a los aficionados al puenting por haberles dejado a sus anchas para huir, como almas que lleva el diablo, a celebrar el puente de Todos los Santos en esas carreteras y autopistas de Dios y del Ministerio de Fomento. Sonaba en la radio una música optimista y cantarina, y los locutores charlaban relajadamente; hasta los más feroces contertulios y debatientes parecían haber optado por la moderación y la tregua y hablaban de libros, de poetas, conciertos y teatros. Incluso el taxímetro parecía contagiado por la insólita bonanza del centro de la urbe y saltaba con discreción y comedimiento.No duró mucho el interregno, el plácido domingo, el grato viaje, iluminado de semáforos en verde, se interrumpió ante las vallas metálicas que cortaban la avenida, colocadas y escoltadas por impávidos guardias municipales. ¿La fiesta de la bicicleta? ¿El día del patinete? ¿El maratón contra la droga? ¿La milla y media contra el hambre en el mundo? Conductor y viajero intercambiaron sus hipótesis y descartaron que se tratara de una manifestación política, no sabían de ninguna convocatoria para ese día y, además, sospechaban que incluso los agitadores más reivindicativos se habían tomado el largo puente como descanso para recuperar fuerzas, o tal vez habían mudado el asfalto por el prado para participar en alguna protesta o acampada ecologista al aire libre.

Un guardia acabó con las dudas: "Son las ovejas, esta mañana hay una manifestación de ovejas que pasa por Cibeles". Tras unos instantes de estupor, el taxista y su cliente reaccionaron casi al unísono, aunque con diferentes discursos.

-Muy mal tienen que estar las cosas para que esos animales tan sumisos se echen a la calle a protestar -dijo el viajero.

-Seguro que las han traído para rodar un vídeo de la campaña electoral -repuso su interlocutor escéptico, dando media vuelta para buscar un atajo.

-Creo que se trata de algo relacionado con las cañadas reales -replicó el otro-. Ahora caigo que lo he leído en el periódico.

-Eso de las cañadas reales..., ¿es una urbanización? -contestó el taxista, que había oído esquilas y no sabía dónde, y el viajero se explayó algo más en la respuesta, habló de vías pecuarias, de trashumancias y de cómo las urbanizaciones asilvestradas, las carreteras comarcales y los vallados ilegales habían ido ocupando las rutas tradicionales de los rebaños.

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-Vamos, que les han recalificado los terrenos y les han puesto de patitas en la calle -apostilló el conductor a punto de solidarizarse con la causa de los rebaños incomunicados y desahuciados-. Pues hacen bien. ¡Qué coño! En algún sitio tendrán que pastar, pero ya las podían soltar en el Retiro o en la Casa de Campo.

Tembló el pasajero imaginando los destrozos que los pacíficos herbívoros podrían causar pastando indiscriminadamente en nuestros parques públicos, pero no se atrevió a quitarle la razón del todo al taxista. En el fondo, había cierta simetría, sana y equitativa correspondencia entre la emigración masiva de ciudadanos al campo para pasar el largo puente y el desembarco en la urbe de los pastores con sus rebaños.

-A lo mejor me acerco a ver si se despista algún corderito y me lo llevo al huerto, mi mujer es de un pueblo de Segovia y tiene un punto estupendo para los asados.

El taxista había recuperado el optimismo ante la perspectiva gastronómica y zigzagueaba decidido y veloz por un dédalo de callejuelas para depositar a su cliente en la Gran Vía y emprender su insólita aventura como cuatrero urbano.

Al viajero le tentaba la idea de acompañarle como secuaz en su delictiva expedición, pero pensó en la cara que pondría su mujer, que no era de Segovia, sino de Chamberí, si se presentaba con un cordero vivo a la espalda y le pedía que se lo preparase para la cena. Además, tendría que sacrificarlo y sus hijos le llamarían asesino y volverían a encargar una pizza por teléfono.

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