Crítica:TEATRO-'CARTAS DE AMOR A STALIN'

Dialéctica y aburrimiento

Bulgákov fue un escritor ruso, de novelas y teatro, prosista y dialoguista brillante: un revolucionario crítico, o transgresor en la larga época de Stalin. Lo cual le trajo numerosos inconvenientes, aunque fue el mismo Stalin quien dio la autorización para que se estrenaran sus primeras obras. Otras fueron prohibidas y alguna fue estrenada después de su muerte, como un Don Quijote al que él aplicó su inteligencia crítica y transgresora. Stalin vio algunas obras suyas de la manera en que iba generalmente al teatro, oculto en un palco; y esto inspiró a Bulgákov la idea de escribirle pidiéndole a...

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Bulgákov fue un escritor ruso, de novelas y teatro, prosista y dialoguista brillante: un revolucionario crítico, o transgresor en la larga época de Stalin. Lo cual le trajo numerosos inconvenientes, aunque fue el mismo Stalin quien dio la autorización para que se estrenaran sus primeras obras. Otras fueron prohibidas y alguna fue estrenada después de su muerte, como un Don Quijote al que él aplicó su inteligencia crítica y transgresora. Stalin vio algunas obras suyas de la manera en que iba generalmente al teatro, oculto en un palco; y esto inspiró a Bulgákov la idea de escribirle pidiéndole ayuda contra la censura y, en caso contrario, que le permitiese irse al extranjero, como a otros escritores disidentes. Bulgákov no era como aparece en esta comedia. Si lo hubiese sido, loco, frenético, obsesivo, inundando el Kremlin de cartas de protesta, Stalin hubiera tenido mucha razón en vigilarle y hasta en encerrarle en uno de los famosos manicomios para disidentes. O simplemente para los paranoicos, como en la versión de Mayorga . Entre el alarde del actor Helio Pedregal en su creación de un tipo no ya desazonado, sino disparatado: el texto que naturalmente representa y el impulso del director Guillermo Heras dibujan algo bastante raro.

Cartas de amor a Stalin

de Juan Mayorga. Intérpretes: Magüi Mira, Helio Pedregal, Eusebio Lázaro. Escenografía y vestuario: Rafael Garrigós. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Dirección: Guillermo Heras. Teatro María Guerrero (Centro Dramático Nacional).

Este loco Bulgákov -los actores pronuncian Bulgakóf, a la manera rusa española- llega en su esquizofrenia a desdoblarse en Stalin, y éste puede ser el centro de la comedia dramática: la dialéctica entre perseguido y perseguidor, el juego de amor y odio, la manera en que se razonan las dos posturas, tiene la entidad dramática de protagonista y antagonista que como en la verdadera tragedia griega llegan a estar unidos por algo más que su enemistad. Para eso hace falta algo más y algo menos: menos, quitar la situación única y sus inevitables reiteraciones, que cansan y aburren: más, elevar esa dialéctica a un tono mayor.

La intención política de inculpar a Stalin de algo que realmente fue menor en su trágica historia y de victimizar al intelectual, dentro de un temple conservador y conformista, son también perjudiciales para la obra. No porque el teatro no haya de servir para la política, puesto que forma parte de ella, sino porque hay que hacerlo mejor. Imaginemos una situación paralela. Alfonso Sastre y Franco. Pienso que para Alfonso fue peor que para Bulgákov, aunque los dos estrenaron y los dos fueron prohibidos, y que la frustración externa a su trabajo de autor dramático influyó mucho en su vida ciudadana. Quizá para el juego dramático, y las referencias a otros nombres conocidos, y unas situaciones sabidas, hubieran enriquecido la obra. Únicamente, no habría tenido los premios que tuvo, no hubiera sido estrenada nunca, o por lo menos no en un teatro nacional, y parte del público se hubiera sentido incómodo. Y a lo mejor es que esta lucha del Estado o sus diversas formas y alotropías contra la interpretación escénica, no ha terminado nunca. Y, entonces, ¿se podría escribir otra obra explicando esta forma de censura difusa, de subvenciones y abandonos, de programadores y programados? No, claro. No saldría.

Monótona

Pero no hace falta imaginar mucho ante una situación real: lo que se ve es esta obra de teatro monótona y repetitiva, sin belleza de diálogo, que consta de un par de situaciones repetición una de otra. Helio Pedregal hace un trabajo realmente importante, pero que también cansa por su tensión continua y sin matices desde el principio al fin: Magüi Mira es la mejor pero en un papel inútil, que al principio puede servir para dar el tono de réplica a la dialéctica o de personalización de Stalin, hasta que por fin brota del fondo de la locura del personaje un Stalin proyectado, que interpreta Eusebio Lázaro. Afortunadamente, la opinión del público en la noche del estreno no era ésta. Ni mucho menos. Encontraron que era una comedia intelectual y valiente, que tenía una dirección brillante y una interpretación sobrehumana: aplaudieron, ovacionaron, gritaron, obligaron a salir a saludar a todos los de dentro, reiteraron sus aplausos largo rato y fueron los actores quienes cortaron su salida a recibir los homenajes.

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