Reportaje:DROGAS

Delirio en Ibiza

En un mes, cinco 'clubbers' británicos y un alemán se arrojan al vacío bajo los efectos de las drogas

Entre el 10 de julio y el 11 de agosto, cinco jóvenes británicos y uno alemán murieron en parecidas circunstancias en Ibiza. El primero, Peter, se tiró desde su habitación de un hotel de San José. El 27 de julio lo hizo Paul T. desde el suyo de San Antonio Tres días más tarde, el alemán Jan Harmud repetía la escena en San José. Otro joven británico prefirió el acantilado el 5 de agosto. Seis días más tarde, M. T. se tiraba al vacío desde su hotel de San Antonio. Sus edades oscilaban entre los 20 y los 25 años y habían llegado a la isla para vivir experiencias límite.

A Paul T. sólo le q...

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Entre el 10 de julio y el 11 de agosto, cinco jóvenes británicos y uno alemán murieron en parecidas circunstancias en Ibiza. El primero, Peter, se tiró desde su habitación de un hotel de San José. El 27 de julio lo hizo Paul T. desde el suyo de San Antonio Tres días más tarde, el alemán Jan Harmud repetía la escena en San José. Otro joven británico prefirió el acantilado el 5 de agosto. Seis días más tarde, M. T. se tiraba al vacío desde su hotel de San Antonio. Sus edades oscilaban entre los 20 y los 25 años y habían llegado a la isla para vivir experiencias límite.

A Paul T. sólo le quedaban tres días para completar sus dos semanas de vacaciones. Llegó a la isla con tres amigos en busca de emociones fuertes. Originario de Manchester, a este joven de 23 años le habían dicho en la agencia de viajes de su ciudad que en Ibiza encontraría diversión, sexo fácil, paradisíacas playas y más de 24 horas de fiesta en las discotecas de moda. Todo eso lo encontró y disfrutó de ello a un precio demasiado alto. La mañana del 27 de julio Paul regresaba a su hotel en la bahía de San Antonio, un pueblo de 15.000 habitantes que en verano aloja a más de 200.000 turistas. Los recepcionistas le vieron pasar algo alterado, con los ojos idos. Cogió las llaves de su habitación y ya no volvió a bajar por su propio pie.

Alrededor de las nueve de la mañana, la música que brotaba desde la habitación se interrumpió. Quería continuar la locura de una noche de fiesta. Paul creía que podía volar. Abrió sus brazos y apoyado sobre la barandilla de la terraza de un sexto piso se lanzó al vacío. "Algunos vecinos le oyeron gritar que se sentía solo. Jugaba a hacer equilibrio y quería llegar al cielo. Dios sabrá lo que se tomó ", relataba un policía local. Los amigos de Paul no pudieron impedir su muerte. De clararon que habían pasado los últimos días a tope recorriendo todas las discotecas. Paul no era un consumidor habitual de drogas pero quizá movido por la sensación de libertad que transmite la isla se animó a probarlas. El y sus amigos consumieron éxtasis para rozar el límite. Y lo alcanzó.

Esta historia retrata la muerte de un joven que buscaba los excesos propios de un turismo fundamentalmente británico, al que se ha llamado clubber, que crece año tras año y protagoniza cada verano tragedias como la de Paul. Desde principios de los 90, Ibiza, y en especial San Antonio, se han convertido en un reclamo muy prometedor para los operadores de turismo y las discográficas inglesas, que hacen de sus playas y de sus clubes de ocio un lugar perfecto para atraer a los turistas más jóvenes. Para ello, televisiones y radios inglesas organizan fiestas privadas en los locales que promocionan en las revistas. Una dé estas publicaciones es Ministry of Sound estandarte de la música electrónica inglesa que se reparte a la salida de las fiestas nocturnas. En ella se anima a los casi 400.000 clubbers que visitan Ibiza cada verano a "conseguir el sueño de la tierra prometida".

El pasado año un número especial dedicado a Ibiza aportaba pistas sobre el precio del éxtasis, del LSD, la marihuana y la cocaína. También se contaba los efectos de las distintas drogas, cómo "descubrir" los puestos de control de la Guardia Civil y recomendaba adquirir un E-Z test-kit para comprobar la calidad del éxtasis. Se aconsejaba a los chicos de la noche no regresar de vacaciones sin vivir la experiencia de una fiesta ilegal en el campo. "Si veis a los guardias no os preocupéis porque para asistiros está vuestro consulado", rezaba la revista. Incluso la prestigiosa BBC explicaba en su página web que la "seguridad es un problema real en la isla y desgraciadamente el peligro mayor aquí tiende a ser la policía". Y añadía: "Son muy estrictos, agresivos,, primero pegan y después preguntan".

Esos chicos de los que hablaba Ministry y a los que se dirigía la BBC son los ravers o clubbers. Buscan en la isla un libertinaje que sólo consiguen en su país de forma clandestina. Aquí todo es distinto. Dan rienda suelta a sus fantasías por un periodo de tiempo que no suele superar los 15 días y por un precio que oscila entre las 60.000 y las 90.000 pesetas, incluido viaje y hotel.

Hay centenares de bares y pubs regentados por españoles en el llamado West End de San Antonio. "Esto parece el Oeste. Hacen lo que quieren. Es el turismo que llega y vivimos de esto", comenta un camarero del West.

Son las dos de la madrugada del 23 de agosto. Ataviada con botas de cuero, peluca rubia y corazón rojo luminoso colgado al cuello, Katty inicia la ronda en el bar Trops. Trabaja para el touroperador Club 18-30, dedicado a preparar ofertas de viajes desde Londres para los adolescentes. Detrás, 20 jóvenes de Liverpool juntan cervezas en los inicios de una noche que se presenta "muy excitante"

Entre ellos están Patrick y Sue, que juntos no suman más de 50 años. Llegaron hace dos días. Preguntan a Katty dónde conseguir éxtasis. "Bueno aquí en Ibiza empieza la marcha por la noche, vamos a tomar algo y después hay que conseguir las entradas de las discotecas y algo más. Hoy toca la fiesta más importante del verano", susurra Katty a la pareja.

Subiendo por el West, en menos de media hora han conseguido el "carburante" para "aguantar", como dice Sue. Y es que el negocio de la droga en Ibiza mueve cada año miles de millones de pesetas. The Observer dedicó el 15 de agosto un reportaje al negocio de los pequeños traficantes. En él se aseguraba que el mercado de las drogas de diseño que entra en la isla está controlado por bandas inglesas. La cantidad que mueven los camellos con el éxtasis, ketamina —una droga de reciente introducción en España utilizada para anestesiar animales— cocaína y anfetaminas alcanza los 25.000 millones de pesetas. Sus clientes son clubbers como Patrick, Sue o Paul.

Desde el modesto cuartel de la Guardia Civil de Ibiza se contempla este turismo que atrae un elevado consumo de drogas, accidentes y delincuencia con preocupación, y se asume que los medios para combatirlo son reducidos. El capitán Francisco. Puente comenta que "en Madrid son conscientes de que sólo somos 225", para una población que en agosto sobrepasa el medio millón de habitantes. "¿Cómo se puede hacer frente a tal volumen de gente cuando hay que controlar el tráfico, el aeropuerto, dos puertos y una larga lista de delitos?", se pregunta Puente. "Pues es complicado. No podemos controlar a cada turista que llega y las redes de tráfico de drogas están muy extendidas en la isla", reflexiona.

Son las cuatro de la madrugada. San Antonio es un hervidero y colas de turistas esperan en la parada de autobús para dirigir sus cuerpos hacia "la tierra" que les prometieron en sus países. La mayoría lleva más de dos litros de alcohol en el cuerpo. Subidos ya en el autobús la fiesta continúa y quedan 10 kilómetros para alcanzar el fin de trayecto hacia la discoteca.

"Todas las noches es la misma película. Centenares de discotequeros que sólo buscan divertirse bailando toda la noche", dice el conductor. Ya hemos llegado. Pasan diez minutos de las cuatro y media. Patrick y Sue han perdido al grupo. Ahora es tiempo para dedicarse en cuerpo y alma a alcanzar el placer. La pareja saca dos éxtasis que han comprado por 4.000 pesetas a un camello del West.

En Privilege se ha preparado la fiesta Manummission. Un espectáculo erótico-pornográfico organizado por promotores ingleses y que reúne a más de 8.000 personas todos los lunes del verano. Patrick y Sue se contornean a ritmo del tecno. La discoteca es un gueto tomado por ingleses y alemanes.

Ya son más de las siete de la mañana y la discoteca sigue al completo. A la salida, la pareja camina tambaleante hacia la carretera. Ahora, se dirigen en procesión hacia un after-hours, un lugar que les permita seguir la fiesta.

Las nueve de la mañana. En la puerta del after llamado Space, en Playa d'en Bossa, decenas de jóvenes se disponen a introducirse de nuevo en el estridente mundo del tecno. Patrick y Sue deciden comprar otros dos éxtasis a un cuarentón arrodillado a las afueras del antro. Les cobra 5.000 pesetas.

Michael Brikett, el vicecónsul británico que el pasado año dimitió de su cargo en la isla horrorizado por los excesos de sus compatriotas, tuvo suerte de salir de "este infierno" a tiempo. Los propios ibicencos alzan sus tímidas voces para quejarse de todo este desmadre, pero son conscientes de que la gran mayoría vive de este turismo cada vez más degradado. Pero son realistas: las drogas y estos clubes organizados para los extranjeros son un negocio fantástico.

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