Tribuna:

¿Qué será de El Carpín?

IMANOL ZUBERO El Carpín es una finca de más de 20 hectáreas situada en uno de los más hermosos lugares de Vizcaya. Acercarse hasta El Carpín es una gratificante experiencia que nos permite conocer parajes tan bellos como desconocidos para la mayoría de los vascos hasta contemplar desde el alto de La Escrita el amplísimo y verde valle de Karrantza después de haber atravesado buena parte de las Encartaciones. Pero la propia finca es digna de verse. Tras atravesar una monumental puerta coronada con un escudo señorial nos encontramos con amplias praderas, espesas manchas de bosque autóctono y div...

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IMANOL ZUBERO El Carpín es una finca de más de 20 hectáreas situada en uno de los más hermosos lugares de Vizcaya. Acercarse hasta El Carpín es una gratificante experiencia que nos permite conocer parajes tan bellos como desconocidos para la mayoría de los vascos hasta contemplar desde el alto de La Escrita el amplísimo y verde valle de Karrantza después de haber atravesado buena parte de las Encartaciones. Pero la propia finca es digna de verse. Tras atravesar una monumental puerta coronada con un escudo señorial nos encontramos con amplias praderas, espesas manchas de bosque autóctono y diversas especies de arbolado exótico. Desde hace algunos años existe el proyecto de convertir en hotel el palacio señorial que se alza en tan privilegiado paraje. Desde el verano de 1994 estos terrenos acogen el Parque Ecológico de Vizcaya, fruto feliz de la iniciativa y el empeño de un visionario que se llamaba Xabier Maiztegi. El parque consta de un Centro de Recuperación de Animales y de un Aula de la Naturaleza. Quien lo visite podrá observar osos, lobos, zorros, linces, ciervos y un amplio muestrario de aves. Todos llegaron heridos o fueron recogidos tras pasar tiempo en forzada e irresponsable cautividad. Aquellos que pudieron recuperarse para la vida en libertad fueron devueltos a los montes, mientras que los irrecuperables para la vida silvestre encontraban un lugar para vivir y servían de ejemplo para escolares y visitantes en general. Ahora resulta que la Diputación de Vizcaya pretende trasladar el Centro de Recuperación a una granja que la institución foral posee en Gorliz y en la que se trabaja con ganado selecto. Se habla de optimizar recursos: según el director de Montes y Espacios Naturales, resulta muy caro desplazar los ejemplares de una punta a otra de Vizcaya. Desde la Fundación Xabier Maiztegi se muestra preocupación por el futuro de una iniciativa en la que, según sus responsables, la institución foral nunca ha creído. Con buena lógica, señalan que el parque tiene sentido como un todo, como un Centro de Recuperación y un Aula de la Naturaleza anexa en la que se exhiben con fines didácticos aquellos animales cuya recuperación se ha mostrado imposible. Pero, además, ¿qué ocurrirá con los animales cuya recuperación sea imposible en el centro de Gorliz? ¿a dónde serán trasladadas? ¿en qué condiciones? ¿cuánto costará? Al final, lo que queda es fundamentalmente confusión. No deja de resultar irónico que una Diputación en funciones anuncie el desmantelamiento del Centro de Recuperación por (no explicadas) razones económicas en unos días en los que se lanza orgullosamente a los cuatro vientos la llamada Declaración de Vizcaya, documento firmado en Bilbao por diversas personalidades bajo los auspicios de instituciones como la Unesco por iniciativa de la Diputación de Vizcaya, según la cual se reclama la condición de derecho humano fundamental para el disfrute hoy, mañana y pasado mañana, de un medio ambiente digno. Si la pela va a ser el criterio básico de los responsables de gestionar nuestro medio ambiente, la citada Declaración no vale gran cosa. El pasado domingo caminaba por la ribera del río Cadagua siguiendo el trazado que siguiera durante años la vieja vía de FEVE por la que circulaba el tren de Bilbao a La Robla cuando escuché un fuerte ruido como el que hacen las piñas al caer: primero un crujido en lo alto, luego un golpe sordo contra el suelo. Pero por allí no hay pinos. Me volví y ví un pájaro caído, doblado extrañamente, con la cabeza tocando su espalda. Era del tamaño de un gorrión, pero más estilizado; pico fino, plumaje gris oscuro y cabeza negra. Imagino que se golpeó contra la catenaria del tren. Lo recogí hasta que estuvo en condiciones de volver a volar. Y no pude evitar pensar en un funcionario agobiado por la exigencia de reducir costes o en un cabreado trabajador de una subcontrata valorando que sería mejor, si trasladar el pájaro a Gorliz o retorcerle el cuello allí mismo.

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