Crítica:

Una impresionante 'Jovanchina' abre como teatro de ópera el palacio Euskalduna

Sensacional dirección de Valery Gergiev al frente de la compañía Mariinski

La euforia operística se ha desatado en Bilbao. El palacio Euskalduna abrió anteayer sus puertas a la ópera con una impresionante Jovanchina, de Musorgski, con los solistas vocales, orquesta, coros y ballet del teatro Mariinski (Kirov) de San Petersburgo, dirigidos por un sensacional Valery Gergiev. Un día antes, la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera (ABAO) ponía el punto final, después de 46 años, a su relación con el Coliseo Albia, con una sorprendente representación de Ariadne auf Naxos, de Strauss.

Se huyó para la jornada inaugural del Euskalduna del tópico de las ...

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La euforia operística se ha desatado en Bilbao. El palacio Euskalduna abrió anteayer sus puertas a la ópera con una impresionante Jovanchina, de Musorgski, con los solistas vocales, orquesta, coros y ballet del teatro Mariinski (Kirov) de San Petersburgo, dirigidos por un sensacional Valery Gergiev. Un día antes, la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera (ABAO) ponía el punto final, después de 46 años, a su relación con el Coliseo Albia, con una sorprendente representación de Ariadne auf Naxos, de Strauss.

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Se huyó para la jornada inaugural del Euskalduna del tópico de las bohèmes, traviatas o favoritas enraizadas en la tradición bilbaína; se evitó la exaltación nacionalista con una ópera vasca, como Amaya o Zigor, con intérpretes locales y resultados inciertos (tiempo habrá), y no se cayó en la tentación de una ópera al servicio de la glorificación del divo de turno. Los organizadores optaron por poner al alcance de los bilbaínos una obra maestra absoluta de la historia de la ópera, Jovanchina, de Musorgski, en la revisión y orquestación de Shostakóvich, mucho menos divulgada que Borís Godunov, del mismo compositor, con lo que se posibilitaba el placer añadido del descubrimiento a la gran mayoría de los espectadores, como así sucedió. Para su homogeneidad estética y musical, los organizadores convocaron a toda la compañía del Mariinski de San Petersburgo, con su director titular al frente. Cinco horas, cinco, de gran espectáculo, sin paternalismos de agotamiento para los políticos e invitados ilustres al bautizo del Euskalduna. Desde el punto de vista programador, una lección.La osadía en el planteamiento estaba, en cualquier caso, arropada por la seguridad de un espectáculo rodado ya en grandes teatros como la Scala de Milán y preparado, al menos en versión de concierto, para el próximo Festival de Salzburgo. Fue, en esa dimensión, una apuesta de entrada sin el riesgo de una nueva creación escénica o musical (tiempo habrá también), ofrecida exclusivamente en función del esplendor de una gala inaugural. La mejor cultura-espectáculo ofrecía su cara más brillante.

El trabajo de equipo es lo primero que destaca en Jovanchina. La puesta en escena es convencional, pero de una gran eficacia. Dominan los tonos rojos y tierra en la escenografía, y se alcanzan instantes muy poéticos en la penumbra del último acto, o en el movimiento coral del tercero, cuando se requiere la presencia del príncipe para saber qué está pasando. Para un fresco histórico como Jovanchina, el enfoque estético tradicional no está fuera de lugar.

Valery Gergiev es en la actualidad uno de los directores de ópera más vibrantes. En el repertorio ruso es imbatible. Su Jovanchina alcanzó unos estremecedores niveles de tensión dramática, agudizados por un uso extremo de la gama dinámica y por la violencia de una orquesta cuyas secciones de viento y percusión despliegan una agresividad no frecuente en las agrupaciones centroeuropeas. Los grados de matización, de atención a los pequeños detalles, así como la emotividad en los remansos líricos, estuvieron cuidadísimos. Fue, de principio a fin, una clase magistral de cómo se dirige una ópera: llena de vida, de pasión, de contrastes, de identificación con los personajes, de sentir hasta las tripas lo que se está contando musicalmente. Ni siquiera en el celebrado Borís Godunov de Salzburgo llega Gergiev a la misma inspiración iluminada que en esta Jovanchina.

Entre las voces destacaron la humanidad y redondez de Olga Borodina para componer el complejo personaje de Marfa; la contundencia expresiva de Vladímir Vaneev, como Dosifei, o el empuje de Vladímir Galuzin, como Andréi. Y los Grigorian, Burchuladze, Putilin... Fue un trabajo de conjunto, con un coro estupendo (especialmente las voces femeninas) y un lujo de ballet en la escena de las danzas persas, con un movimiento estilizado y elegante de los brazos de altísima escuela.

Las cinco horas pasaron como un suspiro y se vieron coronadas por un éxito inmenso. La tercera gran M -Musorgski- de la historia de la ópera, tras Monteverdi y Mozart, encontró en Bilbao la acogida que la calidad de su música merece. No estaría de más que a Gergiev le nombrasen con urgencia hijo adoptivo de la villa de Bilbao. Aunque a lo mejor ya lo es. Ya se sabe que -dicen por aquí- los bilbaínos pueden elegir su lugar de nacimiento. Su lectura de Jovanchina se ha incorporado ya, bromas aparte, a la historia de Bilbao.

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