Tribuna:

El Maligno acecha

PEDRO UGARTE En efecto, una sociedad que prescinde para su sostenimiento intelectual de la religión, la filosofía, las ideologías, las convicciones personales, los proyectos de vida o los placeres estéticos es una sociedad anoréxica. No resulta extraño que los individuos que la componen aspiren a la invisibilidad. El supremo adelgazamiento, contra lo que podría suponerse desde una aproximación superficial, no lo determina el culto al cuerpo, sino la solapada intención de destruirlo. Bajo la aparente dictadura sexual que lleva a muchas niñas a no alimentarse se esconde el miedo a la pubertad. ...

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PEDRO UGARTE En efecto, una sociedad que prescinde para su sostenimiento intelectual de la religión, la filosofía, las ideologías, las convicciones personales, los proyectos de vida o los placeres estéticos es una sociedad anoréxica. No resulta extraño que los individuos que la componen aspiren a la invisibilidad. El supremo adelgazamiento, contra lo que podría suponerse desde una aproximación superficial, no lo determina el culto al cuerpo, sino la solapada intención de destruirlo. Bajo la aparente dictadura sexual que lleva a muchas niñas a no alimentarse se esconde el miedo a la pubertad. No nos queda otra cosa en este punto de la historia que nuestro propio cuerpo y si conspiramos contra él, a base de privaciones, es en busca de una oscura venganza. Quienes denuncian el presunto hedonismo de nuestra sociedad son mentes obnubiladas. No hay ningún placer en lo "socialmente correcto" que ahora se nos impone. Las modelos de alta costura son mujeres ascéticas, morigeradas monjitas que se contentan con un rancho de convento a pesar de sus altísimos salarios. Los ejecutivos que practican dos o tres horas de deporte por la noche, tras jornadas de esclavo egipcio en el despacho, se asemejan a ermitaños que practican el sacrificio, el purificador dolor de las reglas monacales más estrictas del medievo. Cuando uno conoce que tres o cuatro jóvenes brokers vascos del BBV compran un piso en Madrid, donde viven y trabajan, está claro que hace tres o cuatro siglos, con no menor ambición e idéntica disciplina, hubieran sido novicios de la Compañía de Jesús en algún hostal de Roma. La gente que se casa con su trabajo practica el voto de abstinencia. Y el trasiego de los móviles, a la puerta de los edificios de oficinas, es parecido al de las antiguas indulgencias papales en los pórticos catedralicios. Es cierto que existen numerosas muchachas que viven de escasísimas verduras y de un yogur nocturno: lo sorprendente de muchas de ellas es que ligan muy poco y que en el fondo les repugna el erotismo. La obscenidad es la desmesura y los modistos que visten a esas muñecas esqueléticas está claro que no son los que deben desvestirlas: dejan ese trabajo para otros, que quizás preferirían menos racionamiento en el permanente diálogo de carne que practican los sexos. Hubo un tiempo en que la liberación sexual, el vitalismo, la respuesta a las estrictas costumbres puritanas deploraba el dolor, la morigeración y el sacrificio, pero aquello fue un episodio fugaz. Lo que se nos viene encima es lo de siempre: un nuevo modelo de disciplina, donde las mujeres deben avergonzarse de sus naturales acumulaciones de grasa en ciertas áreas del cuerpo o los hombres de su general tendencia a volverse calvos con el tiempo. La lucha contra las hormonas vuelve a ser la lucha contra el instinto. No entiendo qué clase de culpa debe poseerme por verme progresivamente calvo, salvo que se trate de una culpa indeleble, una impronta originaria: el pecado original, en definitiva, impreso en la conciencia según leyes divinas. Uno ya va por la vida con sus cigarros y sus güisquis como una especie de apestado que ha entrado en el refectorio de un convento. El Maligno siempre acecha. Por eso hoy acariciar a un niño amable en un parque pasa por acto de pederastia, y contemplar en exceso a una alumna desde el podio profesoral, un repugnante delito de acoso. Aprendemos inglés como latín los antiguos seminaristas (nunca la lengua de casa fue la lengua de la Iglesia) y pagamos a los bancos nuestras mensuales gabelas como campesinos medievales que engordan las rentas eclesiásticas. Sí, el Maligno acecha, acecha como lo ha hecho siempre a lo largo de la historia: una señora maciza, por ejemplo, una obscena explosión de la naturaleza, en medio de tantos esfuerzos humanos por dominar las pasiones de la carne.

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