Tribuna:

Valencianos prehistóricos

La Unesco acaba de declarar Patrimonio de la Humanidad a tres zonas españolas, Oviedo, Alcalá de Henares y el conjunto de pinturas rupestres del Mediterráneo. La noticia escueta se completa señalando que la defensa de esta última candidatura corrió a cargo de los representantes de las siguientes comunidades autónomas: Cataluña, Andalucía, Murcia, Comunidad Valenciana, Aragón y Castilla la Mancha. Como más de la mitad de estas pinturas se hallan en la Comunidad Valenciana, sobre todo en Castellón, nuestros políticos se han apresurado a expresar su satisfacción y a asegurar que van a mejorar lo...

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La Unesco acaba de declarar Patrimonio de la Humanidad a tres zonas españolas, Oviedo, Alcalá de Henares y el conjunto de pinturas rupestres del Mediterráneo. La noticia escueta se completa señalando que la defensa de esta última candidatura corrió a cargo de los representantes de las siguientes comunidades autónomas: Cataluña, Andalucía, Murcia, Comunidad Valenciana, Aragón y Castilla la Mancha. Como más de la mitad de estas pinturas se hallan en la Comunidad Valenciana, sobre todo en Castellón, nuestros políticos se han apresurado a expresar su satisfacción y a asegurar que van a mejorar los accesos y la promoción turística de las zonas donde se encuentran. Hasta aquí nada de particular. Sin embargo, creo que se impone una reflexión sobre las circunstancias que han acompañado a esta declaración. Me imagino que los asturianos que se acaban de enterar de lo del casco viejo de Oviedo saben que se está premiando una joya del arte medieval, pero también el hecho de que Asturias fue -así lo dicen ellos- el primer reino peninsular en el que se inició la pretendida Reconquista (no por casualidad uno de los mejores hoteles de la ciudad se llama así). También es seguro que los alcalaínos no sólo se alegran de que se proteja el excepcional conjunto renacentista de su ciudad, sino también de que se consagre el significado de la Universidad que allí fundó Cisneros, un centro multicultural y abierto a las nuevas corrientes, el cual vino a significar la irrupción de aire intelectual renovado en el pesado panorama de la España que expulsaba a moros y judíos. Por lo mismo, es obvio que los alemanes que acaban de ver premiada la ciudad de Weimar, la de Goethe y Schiller, o los chinos, a los que les han premiado el templo del Cielo y la ciudad de Verano, son plenamente conscientes de que se está reconociendo respectivamente la importancia de la Ilustración germánica y la de la cultura imperial china. ¿De qué nos congratulamos los valencianos con este galardón que nos acaba de caer del cielo? A juzgar por lo que se puede leer y escuchar en los medios, o no nos alegramos en absoluto o nos complace que vayamos a tener un nuevo destino turístico con el que aliviar las aburridas tardes estivales de nuestros millonarios huéspedes playeros. Se me dirá que estos pobladores de las costas levantinas están demasiado lejos de nosotros para que podamos considerarlos antepasados nuestros, así que el título de "valencianos prehistóricos" no deja de ser una impropiedad, cuando no una boutade. Es verdad. Aunque algunos se hayan empeñado en retrotraer el valenciano hasta las lenguas prerromanas que hablaban estos pintores de abrigos mediterráneos (!), sabemos que nuestras raíces están más cercanas en el tiempo y que por la misma razón podríamos haber ido a buscarlas -y de paso las del valenciano- en Adán y Eva. Sin embargo, hay fronteras que perduran más allá de las divisiones culturales, lingüísticas o administrativas: las fronteras de lo que Hipólito Taine llamó le milieu, el medio geográfico, el cual determina el medio humano y con él la visión histórica de quienes lo habitan. ¿No se ha reparado en que las comunidades autónomas que tienen pinturas rupestres del llamado tipo levantino son precisamente las que integraban la antigua corona de Aragón y las que estaban históricamente en relación con ellas? Por un lado, Valencia, Cataluña y Aragón. Por otro, las tierras de Murcia en las que se parlava el millor catalanesc del món, la Andalucía oriental de la que Alfonso I se trajo a miles de mozárabes y la Mancha de la que se desgajaron las últimas tierras valencianas incorporadas en el siglo XIX. Cualquiera que se moleste en echar un vistazo a la procedencia de los pobladores de Valencia, desde el siglo XIII hasta hoy, se dará cuenta de que vienen fundamentalmente de dichas zonas. Así que los catalanes y los aragoneses que fundaron el reino cristiano en el siglo XIII, los manchegos que lo redondearon en el XIX y los murcianos y andaluces que vinieron en el XX, no son otra cosa que gentes deseosas de encontrar abrigos junto al mar valenciano en los que plantar sus reales. Mirad estas pinturas. Frente a las del norte, frente a Altamira o a Lascaux, sus figuras son gráciles y estilizadas y mezclan siluetas humanas con motivos animales. Bulle en ellas un mundo de cazadores, pero de cazadores que bailan, que ríen, que se mueven con frenesí, inquietos por extraerle a la vida hasta la última gota. Es el mundo mágico, sensual, bullicioso de les festes valencianes. Que más de la mitad de estas pinturas estén en la Comunidad Valenciana no es una casualidad. Es que hubo un tiempo en el que estas tierras irradiaron modelos de vida y pautas de cultura. Podemos imaginarnos perfectamente cómo miraban hacia levante los primitivos pobladores de las comarcas interiores que acudieron al reclamo de esta forma de vivir. Con la misma ilusión esperanzada con la que luego llegaron los catalanes y los aragoneses, los manchegos, los andaluces y los murcianos. Les animaban la riqueza de la tierra y la dulzura del clima, sin duda, pero también algo más. Sin ello, sin ese polvo de estrellas que deja la cultura a su paso, la vida tan apenas merece la pena. ¿Y hoy? Ése es el problema, nuestro problema. Valencia sigue atrayendo a unos y a otros por razones económicas, mas no es seguro que la cultura valenciana sea capaz de motivarles. Hay excepciones, concedámoslo: cualquiera que se moleste en echar un vistazo a la cartelera teatral de las ciudades valencianas se dará cuenta de que entre salas públicas y privadas reúnen más títulos que en Madrid o en Barcelona, allí donde se supone que se agota la actividad dramática española. También se dará cuenta de que hay más conservatorios de música que en dichas ciudades y de que cada localidad valenciana es una orquesta en embrión. Pero estos vestigios, como la heroica resistencia de los profesionales de la danza, tan desasistidos de apoyos institucionales, son las excepciones que confirman la regla. En realidad, en Valencia la cultura se vive hoy como confrontación, antes que como entendimiento, como deseo de mirarse cada uno el ombligo, más que como inquietud ante la estrechez de los límites que el tiempo y el espacio imponen a los seres humanos, como lucha de lenguas reales (o de lenguas ficticias), mejor que como mezcla multicultural. Y así nos va. Pese a todo, habrá que concluir que esos prehistóricos no sólo eran más valencianos que nosotros, es que, además, no tenían un pelo de tontos.

Ángel López García-Molins es catedrático de la Teoría de los Lenguajes en la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es [PI] -

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