Tribuna:

La maestría de un viejo becario

Hay veces que los premios nacionales adolecen de aires de sabidos, de actas de consagración a un artista que ha echado fuera cuanto llevaba dentro. Estos premios, por justos que sean, parecen paradójicamente crueles porque invitan a pensar que el premiado ha doblado la curva del declive y se le distingue, más que por ser quien es, por no ser ya quien era.Pero hay otras veces que el gran galardón estatal se rearma con la presencia dentro de él de un artista que lo vivifica, porque sigue metido en caminos de busca de sí mismo. Armendáriz, aunque tiene detrás memorables filmes, algunos incluso de...

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Hay veces que los premios nacionales adolecen de aires de sabidos, de actas de consagración a un artista que ha echado fuera cuanto llevaba dentro. Estos premios, por justos que sean, parecen paradójicamente crueles porque invitan a pensar que el premiado ha doblado la curva del declive y se le distingue, más que por ser quien es, por no ser ya quien era.Pero hay otras veces que el gran galardón estatal se rearma con la presencia dentro de él de un artista que lo vivifica, porque sigue metido en caminos de busca de sí mismo. Armendáriz, aunque tiene detrás memorables filmes, algunos incluso de fuste fundacional, como Tasio y 27 horas, aún suena aquí a voz con ecos de inédita, y hay en su cine signos de maestro que sigue en alerta de aprendizaje y que, al premiarlo, se premia tanto su obra hecha como su cine en gestación.

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Soy testigo de que hace unos años, casi ayer, un guión titulado Secretos del corazón se presentó a un concurso, en busca de una beca de ayuda oficial para poder terminar de redactarse, porque ningún foco capitalizador o productor de la industria financiaba ese vacío y su autor tenía que llenarlo por su cuenta. Y, así, resulta que ayer dieron el Premio Nacional de Cinematografía a un hombre que anteayer se buscaba la supervivencia como becario de la misma oficina estatal que ahora le consagra como maestro. El vuelco es gozoso, por siniestros que sean sus subentendidos.

Sobre todo, un subentendido: a Armendáriz, que lleva décadas curtiendo pacientemente su talento en su oficio, le hizo falta (como a todos los becarios) sudor y suerte para que su manuscrito becado de Secretos del corazón subiera a las pantallas y se convirtiera en una de las mejores y más (económica y, sobre todo, culturalmente) productivas películas de esta década. No hace falta ser lince para ver que este premio nacional le viene a Armendáriz directamente a las manos de su reciente y enésimo despertar en Secretos del corazón, y eso da un golpe de vida al protocolo, porque este filme es cine que viene, que abre caminos en marcha. Y éstos y no aquéllos de aire profesoral o caritativo, son los premios estatales que tienen sentido y más merecen la pena.

Armendáriz es un hombre de cine poco frecuentador de escaparates, casi escondido, libre e integral, con tenaz fidelidad a la recia y elegante materia íntima, irónica y lírica, que alimenta sus serenas y apacibles pero radicales, duras pero ágiles como agua, imágenes. Se premia con él la invención de un mundo, pero también el terco, tal vez fatigoso, despliegue de una ejemplaridad profesional y moral (no hay una sin otra) a prueba de chantajes de la canallería ambiental y de caídas en la trampa de la modernez, la facilidad y el oportunismo.

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