Reportaje:

El retablo más bello

La isotermia de un edificio de Juan de Villanueva conserva con toda su lozanía un relicario de hace seis siglos

Nada permite suponer que entre las calles de Huertas y de Santa María, dos de las más bulliciosas de Madrid, exista un edificio de rigor tan aplomado y con tantos tesoros dentro como el de la Real Academia de la Historia. Se trata de una construcción en ladrillo y granito, apenas lujosa, aunque sus elementos visibles le otorgan porte y presencia. Su fachada principal, zócalo, cornisa y pilastras en ángulo, va a dar a la calle de León. Sobre el balcón de su primera planta se aprecia su primera distinción: remata el dintel un escudo con la parrilla en la que una tradición religiosa católica...

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Nada permite suponer que entre las calles de Huertas y de Santa María, dos de las más bulliciosas de Madrid, exista un edificio de rigor tan aplomado y con tantos tesoros dentro como el de la Real Academia de la Historia. Se trata de una construcción en ladrillo y granito, apenas lujosa, aunque sus elementos visibles le otorgan porte y presencia. Su fachada principal, zócalo, cornisa y pilastras en ángulo, va a dar a la calle de León. Sobre el balcón de su primera planta se aprecia su primera distinción: remata el dintel un escudo con la parrilla en la que una tradición religiosa católica dice que San Lorenzo fue abrasado hasta morir.

El blasón es un vestigio de la antigua propietaria del edificio,la comunidad de los monjes jerónimos que regentaba el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Desde 1573, por concesión especial del monarca Felipe II y para financiarse, la sociedad monástica poseía el monopolio de los libros de rezo de toda España. Un almacén situado de las inmediaciones de la iglesia de San Jerónimo el Real, les servía de depósito.

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Comoquiera que aquel primitivo almacén quedara inservible, a fines del siglo XVIII se decidió levantar en la calle del León otro más propio, que pudiera cumplir aquellas funciones de depósito de libros destinados al rezo.

Se encomendó el proyecto de su construcción a Juan de Villanueva, el arquitecto que levantó el Museo del Prado. Admirador de Juan de Herrera, también sobrio y mesurado como él, Villanueva quiso erigir un edificio funcional donde el fuego nunca pudiera devorar los miles de breviarios que los jerónimos distribuirían desde allí hacia toda España.

Se aplicó pues a levantar muros sin sombra alguna de madera en sus entramados, sótanos de techo abovedado, encañonados, de gran anchura y fábrica continua. Tras numerosas vicisitudeslos, monjes abandonaron el lugar. Hoy, bajo esos mismos muros se encuentran al menos 380.000 libros, fruto de distintas donaciones en su mayoría privadas, allegadas al centro desde que en 1874 se decidiera instalar en su interior la Real Academia de la Historia. Su anterior sede fue la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor de Madrid.

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En sus estanterías cabe hallar desde las memorias diplomáticas, aún sometidas a la Ley de Secretos Oficiales, de Fernando María Castiella, ministro de Exteriores del dictador Franco, hasta 197 incunables del siglo XV, como Cartografías de Tolomeo o los Códices Emilianenses, el primer testimonio de la lengua castellana escrito por los monjes del cenobio de San Millán de la Cogolla en el siglo X. Este prodigio y otros fueron depositados en la Real Academia en una exclaustración de 1820.

Pero las joyas de más valor de cuantas atesora se encuentran en su primera planta. En el despacho del director del centro se halla una arqueta del rey aragonés Martín I, El Humano, no lejos de una urna que contienen el tiraz, el lienzo de seda bordada que servía de turbante al monarca cordobés Hixem II, de fines del siglo X. Se conserva con toda su belleza.

De los muros de la sala de juntas de la Academia, donde sesionan cada viernes sus 36 académicos, cuelgan cinco lienzos de Goya. Un documento enmarcado sobre la pared exhibe el estipendio firmado por el pintor. En una estancia contigua a la de juntas dedicada a capilla desde 1963 y únicamente utilizada para celebrar culto funerario por los académicos fallecidos, se encuentra depositada desde hace más de un siglo una pieza cuya excelencia artística resulta difícil exagerar: es un retablo y relicario, de tres cuerpos, tallado en madera de un palmo de espesor y deslumbrantemente pintado y ornamentado con tracería gótica mudéjar. Una cornisa de mocárabes, adornos biselados de graciosa factura, corona la gran pieza, cuyo conjunto pesa varias toneladas. En el centro, una cenefa heráldica recuerda que reinaba Alfonso II de Aragón: era el año de 1390. Es el retablo íntegro en uso más antiguo de Madrid. La pieza llegó a la capital de la mano de José Canga Argüelles, académico, que se dió cuenta del peligro de erosión que el retablo corría tras ser desamortizado de los bienes eclesiásticos en Aragón.

Seis siglos de belleza conservan encendida y polícroma toda su añosa lozanía.

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