Tribuna:

La hora de CataluñaJOSEP RAMONEDA

El anuncio de la tregua de ETA ha operado como un euforizante entre los partidos nacionalistas catalanes. El mismo president Pujol, quien en su momento se desmarcó de la Declaración de Barcelona diciendo que eran cosas de Pere Esteve, se congratula ahora de haber participado en la puesta en escena de la alianza nacionalista que, según todos los indicios, era una pieza clave de la estrategia de Arzalluz. Los nacionalistas, absurdamente demonizados a menudo, se sienten ahora en el bando de los que han conseguido arrancar de ETA lo que ningún Gobierno español pudo lograr nunca: una tregua indefin...

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El anuncio de la tregua de ETA ha operado como un euforizante entre los partidos nacionalistas catalanes. El mismo president Pujol, quien en su momento se desmarcó de la Declaración de Barcelona diciendo que eran cosas de Pere Esteve, se congratula ahora de haber participado en la puesta en escena de la alianza nacionalista que, según todos los indicios, era una pieza clave de la estrategia de Arzalluz. Los nacionalistas, absurdamente demonizados a menudo, se sienten ahora en el bando de los que han conseguido arrancar de ETA lo que ningún Gobierno español pudo lograr nunca: una tregua indefinida, en una coyuntura en que hay razones para sospechar que puede abrir un camino sin retorno. Sin embargo, la euforia nacionalista se atempera con un par de reflexiones. Lo que ahora resulta excitante no deja de ser la culminación de un fracaso: hace por lo menos 23 años que ETA tenía que haber dejado de matar. Los pueblos manipulan perfectamente los mecanismos de la memoria y del olvido para hacer la vida soportable. Si este proceso acaba bien, pronto se olvidará la estela de muertes absurdas que ha quedado por el camino. Pero es bueno recordarlo para saber dónde estamos: en un punto de partida al que se llega con muchos años de retraso. Además, que un alto al fuego de una organización terrorista sirva para vislumbrar la oportunidad de una segunda transición que resuelva la articulación política de España significa que las cosas no han ido de la mejor manera. Los nacionalistas catalanes, que deberían haber sido el motor de la evolución de la España democrática, se encuentran ahora pensando en cómo beneficiarse de las ventajas que el País Vasco pueda obtener de una negociación futura para que el fin de la violencia sea definitivo. Crea cierto desasosiego pensar que el cese de la violencia pueda premiarse con importantes concesiones por parte de las instituciones democráticas, porque sería dar la razón a los terroristas en su pretensión de que la violencia ha servido para algo. Pero es también reprobable que, con la amenaza del mal mayor, los nacionalismos construyan un panel de reinvindicaciones. Las sospechas de ventajismo y de oportunismo son inevitables. Sin embargo, de algún modo habrá que vestir el proceso que ahora empieza. Porque, guste o no, tal como han ido las cosas, la tregua etarra anuncia un cierto cambio en la escena política. Entre otras cosas, porque llega en un momento en que los conceptos de soberanía, de autodeterminación, que hasta hace poco eran tabús, están dejando de serlo. No por obra y gracia de ETA -que, en su doctrinarismo, es quien más cree en ellos, por eso les da tanta importancia- sino porque el mundo ha cambiado y a escala europea ni la soberanía ni la autodeterminación son lo que eran. De modo que, quiérase o no, los efectos de la tregua etarra y la evolución del proceso de fin de la violencia se dejarán notar en la vida política catalana, en un año cargado de peso electoral. Puede argumentarse que, en unas elecciones al Parlament, de lo que hay que hablar es de los problemas reales del país y que sólo beneficia al Gobierno saliente un debate que, por su relevancia, puede dejar en segunda plano la crítica de la gestión del autogobierno en los últimos tres años. Pero, quiérase o no, el efecto vasco será ineludible: si el proceso hacia el final de la violencia avanza, porque el frente nacionalista nadará en triunfalismos; y si encalla, porque las euforias de ahora pueden trocarse en frustraciones mañana. Ante esta evidencia, es de desear que los dos modelos que se han ido dibujando, el modelo soberanista de los partidos nacionalistas y el modelo de federalismo laico de la izquierda se expliquen y se confronten. Convergència i Unió ha conseguido durante años el milagro de estar en el huerto y en la viña a la vez. Sin ir más lejos, ahora mismo comparten mayoría gubernamental con el españolista PP y enarbolan la Declaración de Barcelona como declaración de principios compartidos con los nacionalistas vascos y gallegos. Pero los tiempos que vienen exigirán clarificaciones. De modo que, por efecto paradójico de la actual situación, por fin se podrán debatir dos o más modelos de articulación de Cataluña con España si la izquierda se decide a abandonar la confusión del modelo único ante el que todos hincan la rodilla, como si hubiera una sola legitimidad nacional catalana. Si no se hurta el debate, los electores catalanes tendrán la oportunidad de posicionarse ante los cambios que se avecinan. Cataluña podrá recuperar el papel, que nunca debería haber cedido, de principal factor de la evolución de España. Las elecciones vascas darán muchas claves sobre el futuro inmediato. Pero si la situación se desplaza hacia un frente nacionalista dispuesto a especular con la paz, cometerían un grave error las formaciones nacionalistas catalanas si se sumaran al envite. Si Cataluña quiere ejercer realmente de hecho diferencial, es el momento oportuno para que desde aquí se planteen soluciones realmente aceptables por todos, en clave del conjunto de España y no de los específicos intereses del bloque nacionalista del País Vasco, a remolque del cual se han situado en un exceso de celo y de euforia algunos nacionalistas catalanes.

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