DESAPARECE UN MAESTRO DE MAESTROS

Narrador y pensador

Aunque parezca mentira, Akira Kurosawa no será para la gran mayoría de entre nosotros sino el director de películas espectaculares como Kagemusha (1980) o Ran (1985), o a lo sumo el artífice de esa sutilísima y melancólica cumbre del cine que es Dersu Uzala (1975), y quizá también alguien que nos dejó en celuloide sus Sueños (1990), la más reciente de sus obras aquí estrenadas.Y sin embargo, la filmografía de Kurosawa es un prodigioso y descomunal monumento no sólo de creatividad fílmica sino también de densidad intelectual. Basta evocar su itinerario para comprobarlo. Desde sus casi totalment...

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Aunque parezca mentira, Akira Kurosawa no será para la gran mayoría de entre nosotros sino el director de películas espectaculares como Kagemusha (1980) o Ran (1985), o a lo sumo el artífice de esa sutilísima y melancólica cumbre del cine que es Dersu Uzala (1975), y quizá también alguien que nos dejó en celuloide sus Sueños (1990), la más reciente de sus obras aquí estrenadas.Y sin embargo, la filmografía de Kurosawa es un prodigioso y descomunal monumento no sólo de creatividad fílmica sino también de densidad intelectual. Basta evocar su itinerario para comprobarlo. Desde sus casi totalmente ignoradas primeras películas como La leyenda del gran judo (1942), La más bella (1944) o Los que construyen el porvenir (1946), condicionadas por el desarrollo de la II Guerra Mundial, hasta las últimas, vergonzosamente ausentes de nuestras grandes pantallas, Rapsodia en agosto (1991) y Espera un poco (1992), pocos aspectos de la realidad japonesa han quedado al margen de la inquieta y vehemente reflexión con que concibió su trabajo de cineasta.

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Kurosawa fue quien nos reveló el cine japonés en Occidente con su mítica película Rashomon (1950), pero sobre todo es el autor que nos describió con crudo realismo, no exento de sentimentalidad melodramática, el nacionalismo nipón de los años treinta en la memorable No añoro mi juventud (1946); fue también quien abordó la posguerra de su país en títulos no menos significativos como Un domingo maravilloso (1947), Un duelo silencioso (1949) o El perro rabioso (1949); además de realizar esa indiscutible obra maestra, sin parangón en la historia universal del cine, que es Vivir (1952), la más vehemente y explícita reflexión ético-política acerca del sentido de la vida; y fue asimismo quien nos habló con apasionamiento crítico de la corrupción imperante en el desarrollismo japonés en su magistral y vigorosa película Los canallas duermen en paz (1960).

Si existe una filmografía en la que un cineasta se nos muestra como narrador a la vez que como pensador, esa es la de Kurosawa. La muerte nada podrá contra ella. No en vano, como el propio Kurosawa diría: "Está bien, ha muerto, pero cumplió su tarea".

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