Mundialización y posmodernidad
Vivimos tiempos posmodernos. En ellos, se nos dice, las cosas suceden porque sí, bien para unos, mal para otros, con rupturas y accidentes cuyas causas apenas conocemos y que poco podemos hacer para evitar. Zarandeados entre lo arbitrario y lo ineluctable, destinados a la insignificancia, elegidos del placer, lo más higiénico es entregarse al dulce fatalismo de la pasividad, retirarnos a nuestro huerto personal y olvidarnos de cualquier quehacer común que es siempre irrelevante y en ocasiones perverso.Descalificados el orden social y sus actores colectivos por totalitarios y disfuncionales, se...
Vivimos tiempos posmodernos. En ellos, se nos dice, las cosas suceden porque sí, bien para unos, mal para otros, con rupturas y accidentes cuyas causas apenas conocemos y que poco podemos hacer para evitar. Zarandeados entre lo arbitrario y lo ineluctable, destinados a la insignificancia, elegidos del placer, lo más higiénico es entregarse al dulce fatalismo de la pasividad, retirarnos a nuestro huerto personal y olvidarnos de cualquier quehacer común que es siempre irrelevante y en ocasiones perverso.Descalificados el orden social y sus actores colectivos por totalitarios y disfuncionales, se atribuye a la mano invisible del mercado el protagonismo en exclusiva de los grandes aconteceres contemporáneos y en especial la mundialización de sus procesos más determinantes.
La globalización aparece como la consecuencia natural de una evolución imparable de la realidad socioeconómica de la segunda mitad del siglo XX, y no como lo que es, el resultado producido por la confluencia de la lógica tecnológica dominante y una determinada opción económica -la financiera- gracias a la acción concertada de las multinacionales para llegar a ese fin.
Una mundialización que algunos califican de feliz porque indudablemente para ellos lo es. En 20 años, la renta per cápita mundial se ha triplicado y el PIB de nuestro planeta se ha multiplicado por seis, pero la consecuencia ha sido que el 80% de ese PIB esté en manos del 20% de la población del mundo y que 258 millonarios dispongan de una renta anual superior a la renta conjunta del 45% de los habitantes de la tierra. Las naciones pobres, a principios de los setenta, poseían el 4,9% de la riqueza mundial; hoy, ese diferencial no llega al 3,5%. Los efectos de la mundialización y de la deflación competitiva están siendo devastadores.
El PNUD afirma que, en la década de los ochenta, más de 1.000 millones de personas han sido condenadas a la miseria. En Brasil, en estos años de su espectacular recuperación financiera, la mortalidad infantil ha pasado del 46 al 68 por mil, el presupuesto federal para la educación ha disminuido del 6% al 2,7%, la asistencia sanitaria ha perdido mucho en capacidad y en eficacia, y el aumento de la criminalidad ha sido impresionante.
La prospectiva económica de la mundialización no puede ser más inquietante: el PIB mundial se duplicará en los próximos 25 años, pero el porcentaje de ese PIB que les corresponderá a los países más pobres no llegará al 0,3%. Según los datos de siniestralidad automovilística que conocimos la semana pasada, el porcentaje de accidentes es ocho veces superior en los países en desarrollo al de los países desarrollados, y las cifras que nos llegan estos días desde Ginebra en relación con el sida son impresionantes: más de seis millones de personas contrajeron el virus en 1997, de los cuales más del 80% en los países en desarrollo, y de ellos casi el 90% no tienen acceso a la necesaria asistencia sanitaria. Todo ello prueba la creciente desigualdad de las condiciones de vida en los países pobres y en los ricos.
Por lo demás, el paisaje desolador de los derechos humanos en los países del Tercer Mundo confirma en negativo la relación entre democracia y desarrollo que establecía la ciencia política de los cincuenta. Lo que no es producto del azar sino obligado corolario del recorte de la ayuda humanitaria y de la cooperación al desarrollo que impone la competitividad dentro de la mundialización.
En 1997, los países del Tercer Mundo recibieron el 26% menos de ayudas públicas y privadas que en 1996. Ese mismo año, los países industrializados miembros de la OCDE redujeron al 0,22% de su PNB el volumen de la ayuda, que hasta entonces era del 0,33%. Frente a la petición de la ONU de que se consagre al menos el 0,7% del PIB a la promoción de los países menos desarrollados -que tan admirablemente reivindica la plataforma española-, Estados Unidos, que se limitaba al 0,12%, lo ha achicado hasta el 0,8%.
A los mundializadores felices y posmodernos habría que cantarles lo de "Tout va très bien, Madame la Marquise...", a ver si dejan de tomarnos el pelo.