Tribuna:

Woody DiCaprio

Desde que, hace años, intuyó -y de esta intuición dedujo el temblor que hay bajo Delitos y faltas y el estallido de ácido escéptico de Maridos y mujeres - que se le echaba encima un virulento y amargo conflicto familiar irresoluble, Woody Allen comenzó a hacer con regularidad anual una película tras otra, y todas ellas divertidas. No recuerdo en boca de quién cercano a él oí, o leí, que tan disciplinada fertilidad tiene para el cineasta algo de tubo de escape de un motor mental sobrecargado de carburante averiado. «Es su manera», oí o leí, «de impedir que el cerebro se le incendie»: echa fuera...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Desde que, hace años, intuyó -y de esta intuición dedujo el temblor que hay bajo Delitos y faltas y el estallido de ácido escéptico de Maridos y mujeres - que se le echaba encima un virulento y amargo conflicto familiar irresoluble, Woody Allen comenzó a hacer con regularidad anual una película tras otra, y todas ellas divertidas. No recuerdo en boca de quién cercano a él oí, o leí, que tan disciplinada fertilidad tiene para el cineasta algo de tubo de escape de un motor mental sobrecargado de carburante averiado. «Es su manera», oí o leí, «de impedir que el cerebro se le incendie»: echa fuera de su cabeza, convertida en cine, la atmósfera viciada por el humo de una quema íntima y lo hace en comedia, convirtiendo el vitriolo en un agua ligera y amistosa.Lo cierto es que los disgustos caseros de Woody Allen, por ásperos que hayan sido y sean, se han convertido, gracias a este mecanismo autoprotector, en uno de las pocos rincones de disfrute que ha dado el cine reciente, por lo general soso y aficionado a las patadas insustanciales en mal sitio. Encerrado en un islote dentro de la isla abierta por excelencia, Woody Allen se ha convertido desde que comenzaron sus malos tiempos en un magnífico anacronismo: una especie de alquimista de los tiempos que corren, pues cada año este sujeto con pinta de intratable pone a las claras que es dueño del don de transformar los nidos de víboras y las malas caras que cada mañana invaden las aceras de las ciudades en una galería de rostros inteligentes y risueños.

Cuentan que en recovecos como éste es donde se mueve a sus anchas, desde tiempo inmemorial, el ingenio cómico, y el cuento es verosímil: hay en algún rincón de la lógica de algunos (muy escasos) individuos que lo pasan mal una articulación que hace pasarlo bien a quienes les contemplan. No hay humor de fuste que no sea el que destilan algunos (muy escasos) zurrados. Si pudiera cuantificarse el montón de desdichas que Woody Allen ha contado en sus últimas películas no cabría en una enciclopedia de la desgracia. Se sabe la asignatura. Pero pocas veces tanto padecimiento se ha traducido de manera tan fácil en tanta sonrisa. Y como las bofetadas no vienen solas, a Woody Allen le siguen lloviendo, y esta vez le golpean donde más le duele, en una amenaza a la existencia de este tubo de escape de su malestar, este su seguir haciendo a destajo comedias para ir tirando dentro de casa.

En Hollywood y alrededores siguen sin tragar que Allen no pase por el aro de su aparato de producción y elija la independencia absoluta, el portazo a cualquier intento de intromisión en su trabajo. De ahí procede el acoso a que está sometido por la industria audiovisual de su país, donde sus películas tienen cerrado el paso al cauce de la gran exhibición cinematográfica y televisiva y han de refugiarse, como las europeas, en el goteo semiclandestino de las salas y los espacios de arte, palabra mortal en el territorio de los libros de ganancias del negocio californiano. Es Europa el pulmón de sus películas, y si éstas han seguido en su matemático ritmo anual es porque a este lado del océano no sólo se amortizan, sino que resultan rentables, cosa que saben bien las estrellas de Hollywood que se rifan el hueco de un papel episódico mínimo en alguna de sus obras. Saben que les basta estar en una película de Allen para, con un salario simbólico, sentirse aliviados de la presión de la argolla de oro del escaparate de su renombre. Pueden pisar así, aunque ocasionalmente, un territorio libre, y acuden a él como moscas.

Hace unos días (lo contó este periodico el sábado), Leonardo DiCaprio, cuya imagen está tasada en su peso en diamantes, ha tenido que renunciar a la mitad de los 10.000 dólares (para el niño de oro, una propina) que le pagaba Allen por estar en la película que ahora rueda en Manhattan. El cerco de Hollywood se estrechó un poco más y el presupuesto habitual de Allen no alcanza para hacer frente a un súbito crecimiento del coste de producción. Naturalmente, DiCaprio aceptó que le quiten la mitad de tan divertida paga. En realidad, lo haría gratis, y sospecho que también pagando de su bolsillo el coste de los minutos que ocupa en el filme.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En