Un intelectual selecto en la estirpe del mejor liberalismo

Mi primer recuerdo de Luis Díez del Corral tiene como escenario un aula abarrotada de estudiantes en el antiguo edificio de la Facultad de Políticas. Aquella carrera nos daba a menudo la impresión a quienes la cursábamos de que el que la planificó había procedido por acarreo y acumulación de las ciencias más diversas. Muchas asignaturas proporcionaban sólo un barniz de conocimiento destinado a no tardar en olvidarse. Pero había dos que, por brillantez de los profesores y por su exigencia, elevaban el nivel y obligaban a la disciplina de las lecturas copiosas y al esfuerzo de interrelacionarlas...

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Mi primer recuerdo de Luis Díez del Corral tiene como escenario un aula abarrotada de estudiantes en el antiguo edificio de la Facultad de Políticas. Aquella carrera nos daba a menudo la impresión a quienes la cursábamos de que el que la planificó había procedido por acarreo y acumulación de las ciencias más diversas. Muchas asignaturas proporcionaban sólo un barniz de conocimiento destinado a no tardar en olvidarse. Pero había dos que, por brillantez de los profesores y por su exigencia, elevaban el nivel y obligaban a la disciplina de las lecturas copiosas y al esfuerzo de interrelacionarlas. Eran las de Luis Díez del Corral y José Antonio Maravall con quienes trabajaban algunos historiadores de diferentes significaciones ideológicas que no tardarían en convertirse en maestros. Resulta imposible, para quienes fuimos alumnos de don Luis, emitir un juicio sobre él separándolo de sus clases. Su exigencia, su cosmopolitismo, la pluralidad de sus saberes e intereses y, en definitiva, su nivel se apreciaba en aquéllas y luego se gustaba, más morosamente, leyéndole. En él siempre se percibía el brillo de la excelencia, una especie de aristocracia del intelecto que suele ser escasa y quizá hoy lo resulte más. Hay quien persiste en que en la cultura de la España de los cuarenta o cincuenta no hubo más que un erial. No pudieron o supieron descubrir a personas como Díez del Corral.

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Recordemos El liberalismo doctrinario, su decisivo libro aparecido en 1945. Hasta entonces la historia política española era, sobre todo, crónica casticista de acontecimientos de corto radio, poco frecuentada por el análisis a fondo. Pero en este libro no era así. Gran parte de él estaba destinado al estudio de esta familia de pensamiento político más allá de nuestras fronteras. Luego llamaba la atención hasta qué punto el autor insistía en la raigambre del liberalismo español y el sentido moderno de nuestro pensamiento político clásico. Ese árbol, al que las circunstancias políticas de aquellas fechas podían hacer aparecer como raquítico, se descubría frondoso y abundante en sugerencias. Y todo se presentaba de una forma nítida, esmerada en lo literario, con una capacidad de sugerencia que revelaba en ciernes a un gran ensayista, en el mejor y más alto sentido de la palabra. Quien merece este título, en definitiva, no es quien, frecuenta de forma vaga terrenos sobre los que no se decide a llevar a cabo una labor intelectual seria, sino quien se apasiona por cuestiones muy diversas y dice su palabra sobre ellas. Ahí está el origen de toda su obra de ensayo, en la estela orteguiana, tan abundante en temáticas y tan sugerente, pasados tantos años.

Pero el mejor retrato de Díez del Corral como intelectual se obtiene en la lectura de su libro El pensamiento político de Tocqueville (1989). De nuevo, en el tramo final de su trayectoria como historiador, volvió a un liberal doctrinario, aristócrata, culto y sensible, pero ante todo poderoso diagnosticador del mundo que le tocó vivir y capaz de evocar el camino del futuro con algunas fulgurantes profecías. Se trata de un libro pleno de erudición sobre el pasado y al mismo tiempo de una peculiar actualidad, pues por esas fechas se publicó mucho sobre el pensador francés y su visión de la democracia. Y allí se dicen sobre Tocqueville algunas cosas que eran de aplicación a don Luis, en realidad muy semejante en talante y finura a su biografiado. Por ejemplo, que la fruición intelectual de su lectura no disminuye sino que crece a medida que se le frecuenta.

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