Crítica:CINE: 'EL DULCE PORVENIR'

Bella retórica de un superdotado

El dulce porvenir triunfó en los festivales Valladolid y antes, de Cannes, y nadie objetó nada a su reconocimiento: es una película solidísima y grave, abrumadoramente bien realizada y concebida con anchura propia del cine de gran gesto, que le hace deudora de las más nobles aventuras de la retórica cinematográfica. Y no equivale aquí gran gesto a exageración, sino a tonalidad trágica, ya que Egoyan propone una tragedia. contemporánea en toda la regla.Pero en ella hay rasgos de demasiada voluntad de estilo, de presión (convertida en argolla) del "esto lo filmé yo", que arrastra a al...

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El dulce porvenir triunfó en los festivales Valladolid y antes, de Cannes, y nadie objetó nada a su reconocimiento: es una película solidísima y grave, abrumadoramente bien realizada y concebida con anchura propia del cine de gran gesto, que le hace deudora de las más nobles aventuras de la retórica cinematográfica. Y no equivale aquí gran gesto a exageración, sino a tonalidad trágica, ya que Egoyan propone una tragedia. contemporánea en toda la regla.Pero en ella hay rasgos de demasiada voluntad de estilo, de presión (convertida en argolla) del "esto lo filmé yo", que arrastra a algunos cineastas, por lo general inmaduros, a poner el sello de distinción de su mirada en cada toma y en cada encadenado de tomas. De ahí que, por un chirrido en el contraste entre lo que Egoyan narra y cómo lo narra, se observa en este superdotado director inclinación a la megalomanía y a su consecuencia irremediable, que es la incomodidad del espectador ante la agobiante supremacía del contador sobre el cuento.

El dulce porvenir Dirección y guión: Atom Egoyan

Fotografia: Paul Sarossy. Música: Michael Danna. Canadá, 1997. Intérpretes: Iam Holm, Sarah Polley, Bruce Greenwood. Estreno en Madrid: cine Alphaville, en V. O. S.

El gusto del cineasta canadiense por encerrarse detrás de un estilo acorazado y crear por ello películas de corte hermético, de difícil acceso, que requieren en el espectador tensión y forzamiento al contemplarlas, reaparece aquí, pero en destellos y sin aquel aire enrarecido que llenaba las irrespirables estancias de sus películas iniciales. Ahora, en El dulce porvenir, Egoyan abre en la compleja historia que narra -de nuevo la tragedia de la paternidad, tras la muerte del hijo- zonas de ventilación que la dajen verse con relativa calma, -como presagió su más esponjosa película inmediatamente anteriór, Exótica.

Pero persiste, bajo el alarde de facultades de este poderoso realizador, esa queja contra el hecho de que sitúa su mirada por encima de lo mirado, como si la necesidad del relato proviniera de que es él quien lo relata y no de una exigencia de nuestro conocimiento, para hacer nuestro el dolor de lo que vemos. Porque esto, que no perturba en películas sobre asuntos comunes, se hace lastre si lo que la cámara indaga es la muerte del niño (aquí, los niños), asunto de tan dolorosa gravedad que requiere como poco un freno de pudor o una dosis de mesura en el narrador, que debe sujetar su ego -aquí explícito, pues Egoyan achica su nombre en el de su productora precisamente así: Ego Productions- y no dejarle que se apodere del eje de la necesidad del relato, porque cuanto más suyo, lo haga tanto más innecesario se hará.

A Egoyan le hubiera venido bien olvidar que quiere ser Orson Welles y echar un vistazo a las pudorosas resoluciones invisibles, ocurridas fuera de campo, que Mizoguchi en El intendente Shanso y Rossellini en Alemania, año cero dieron al enigma del dolor y la muerte del niño. La composición de El dulce porvenir, frenada por la contención, habría mordido para la película un buen trozo del juego limpio que se echa de menos en su representación del supremo infortunio, ese Mal en estado puro que es la muerte violenta de la inocencia. Pero ahí queda, con esta zona de insatisfacción íntima a cuestas, su mirada de gran cineasta, que no llega a los 40 años y da la impresión de que necesita sobrepasar esa frontera para que, calmada su hambre de estilo, sitúe la mirada de la cámara a la altura de la mirada de los hombres comunes. Para hacer salir del todo fuera el gran cineasta que lleva dentro, todo indica que a Egoyan le hace falta humildad, y esta llega -cuando se tiene talento, pues si no se tiene no llega nunca- con la paliza que los años dan a los ojos.

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