Tribuna:

Genio del artesano

Fui al rodaje de Cosas que dejé en La Habana para ambientar una entrevista que iba a hacerle a Gutiérrez Aragón en el País Domingo y encontré al director sentado, como el último mono, a la sombra de un foco sin luz; todo el mundo a su alrededor trabajaba, y algunos daban voces. Haciendo gala de su maligno sentido del humor, Gutiérrez Aragón quiso restregarme por la cara lo poco que en un rodaje pinta un director: "Venga, Teo, enséñale a Molina Foix cómo vas a hacer el plano", dijo sin salir de su zona de penumbra. Y, en efecto, el tal Teo , que era Teo Escamilla, no sólo p...

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Fui al rodaje de Cosas que dejé en La Habana para ambientar una entrevista que iba a hacerle a Gutiérrez Aragón en el País Domingo y encontré al director sentado, como el último mono, a la sombra de un foco sin luz; todo el mundo a su alrededor trabajaba, y algunos daban voces. Haciendo gala de su maligno sentido del humor, Gutiérrez Aragón quiso restregarme por la cara lo poco que en un rodaje pinta un director: "Venga, Teo, enséñale a Molina Foix cómo vas a hacer el plano", dijo sin salir de su zona de penumbra. Y, en efecto, el tal Teo , que era Teo Escamilla, no sólo precisó la colocación de los actores en el decorado que previamente había iluminado, sino que para que, un diletante como yo no se fuera sin su pequeña ración de mitología fílmica, me dejó mirar el encuadre por el ojo de la cámara, aunque en estos tiempos los directores se suelen guiar más por un monitor (vídeo de cámara) instalado en una mesa de mandos.Cuando hace dos días los periódicos han traído la muerte de Escamilla y le han llamado cineasta, lo vi lógico, y no sólo porque este gran director de fotografía hubiese intentado también la realización con su más que estimable película de maletillas Tú solo. La grandeza y miseria del cine radica en el número; el cine, con más prestidigitación que ningún otro arte, resulta de los juegos de manos de muchos genios, pero tiene un distintivo esencial respecto a las otras dos grandes artes de representación: el teatro y la música. Éstas también se basan en la metamorfosis colectiva de un libro o partitura que, hay que traducir ante el espectador fielmente, es decir, sin apartarse más que en rasgos de timbre, matiz o lectura de lo que un papel dice que tiene irrevocablemente que decirse en el escenario. La película surge de un guión escrito, pero el fin del cine es la traición creadora de ese texto, que en el producto acabado deberá tanto al escritor como al actor, el músico, el operador, el sonidista, el montador. Sobre ellos, a, merced de ellos, el director espera, pide (no siempre lo obtiene), sueña, sabedor de que el séptimo es un arte de azar y de necesidades numerosas.

También es un arte de colaboradores humildes, por mucho que sus presupuestos ronden los cientos -hablo en europeo- de millones. Hace un mes, cuando le dieron el Premio Nacional de Cinematografía a un distribuidor y exhibidor, Enrique González Macho, cierto amigo se escandalizó: "Es como si le dieran el Premio Nacional de Literatura a un librero". Este amigo, al que aprecio en lo más íntimo, es un antiguo, como siguen siéndolo, aquellos intelectuales y personas cultas que añoran en el cine lo que el cine no quiso dar nunca: el metal puro de una voz única e incorregible. El cine es -junto a la arquitectura- el último refugio de la artesanía moderna, concebido, como aquélla, a modo de gran máquina para vivir dentro, pero siempre en contacto -a veces pegajoso o incómodo- con los demás. En la paradoja de su fragilidad aparatosa -sigo hablando de Europa-, la existencia al lado del artista de productores, distribuidores y exhibidores de riesgo no sólo es un lujo para el público, es que sencillamente permite la continuidad de un cine propio y valeroso.

Todo esto lo sabe la industria, y por ello ha premiado en más de una ocasión a sus artesanos sin nombre de estrella. Pero en un arte de la visibilidad trascendental, ninguno tan trascendente como el operador. Ni El espíritu de la colmena o Furtivos (Luis Cuadrado), ni Caídos del cielo o La pasión turca (Alcaine), Bwana o Beltenebros (Aguirresarobe), ni la luz maternal e histórica de Madregilda (López Linares) o el recio victorialismo en blanco y negro de El lazarillo de Tormes o Cielo negro (Manuel Berenguer) tendrían ante los ojos de la memoria realidad sin la labor de esos grandes creadores de cine. En el caso de Escamilla, nadie que vuelva a ver la trilogía musical de Saura (Maravillas, El desencanto o La hora bruja) podrá negar, aunque lo ignore que esas excelentes películas brillan entre las sombras porque un día unos ojos que saben ver miraron por nosotros la cara del mundo y le pusieron luz.

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