Crítica:CINE

Un destello luminoso de lo oscuro

Ante películas de estirpe tan franciscana y necesitadas de una visión tan esforzada como la que requiere El sabor de las cerezas, este comentarista sugiere -de manera incongruente, pues a mi juicio es un poema cinematográfico de sublime elevación, extraordinariamente complejo, a ratos bellísimo y no por azar dueño del más ambicionado galardón a que puede aspirar un filme, la Palma de Oro de Cannes- que no acudan a verla quienes tienen por costumbre ir al cine en busca de un noble pasar ratos, porque al final de la proyección (si es que su paciencia les deja llegar a él) pueden co...

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Ante películas de estirpe tan franciscana y necesitadas de una visión tan esforzada como la que requiere El sabor de las cerezas, este comentarista sugiere -de manera incongruente, pues a mi juicio es un poema cinematográfico de sublime elevación, extraordinariamente complejo, a ratos bellísimo y no por azar dueño del más ambicionado galardón a que puede aspirar un filme, la Palma de Oro de Cannes- que no acudan a verla quienes tienen por costumbre ir al cine en busca de un noble pasar ratos, porque al final de la proyección (si es que su paciencia les deja llegar a él) pueden con fundamento (si no han sido advertidos) tener la impresión de que entraron en una fiesta y salieron de un funeral.Ningún secreto se traiciona si se desvela la anécdota que vertebra a este (más que relato) poema trágico. Hay en él una incursión pausada, grave y serena -casi abstracta por su composición geométrica en largas tomas secuenciales despojadas de adornos y culminadas por una genial última, subida a la colina-escenario en un anochecer tormentoso-, dentro de algo que está situado más allá de la mecánica del ocultamiento propia del cine de secretos o enigmas, pues Kiarostami propone la representación de una vivencia no de lo secreto sino de lo irresoluble, no de un enigma sino del misterio en su esquina más perturbadora: la muerte elegida y convertida en supremo gesto de alerta de la vida, ese cegador destello que despide el suicidio desde el oscuro pozo donde se hila su condición de respuesta frontal del hombre con orgullo a la vergüenza que le produce ser poblador de un mundo que le ofende.Un hombre busca obsesivamente, mientras recorre con su automóvil la ladera de una colina de excrecencias de tierra de marga, de la que se alimentan las dentelladas -poderoso fondo de músicas concretas, junto a la respiración del viento, los ecos de la tormenta, el ruido del automóvil y los gritos de las bandadas de chovas- de las palas abastecedoras de una fábrica de cemento situada en las afueras de Teherán, a alguien que haga por él algo que no podrá hacer por sí mismo: enterrar su cuerpo una vez que se haya quitado la vida. La película consiste nada más (y nada menos) que en eso. Y que exista y sostenga a un confortador poema visual, es otro diáfano misterio, otro destello de la luz de lo oscuro: "¿Quién no ha pensado matarse alguna vez", dijo Kiarostami. "Es la única elección que tenemos ante Dios y ante la Naturaleza. Ciorán afirmó: 'Si no tuviera la posibilidad de suicidarme, hace ya tiempo que me habría matado'. Fue su manera de afirmar la condición vivificadora del suicidio. Por eso El sabor de las cerezas no habla en realidad de suicidio, sino de que éste crea vida, hace que vivir sea real y no un espejismo".

El sabor de las cerezas

Producción, escritura, montaje y dirección: Abbas Kiarostami.Fotografia: Homayon Payvar. Sonido: Jehangir Mhirswekari. Irán, años 1995 a 1997. Intérpretes: Homayon Ershadi, Abdolrahman Bagheri, Afhsin Khorsid Bakhtiari, Mir Hossein Noori, Safar Ali Moradi. Estreno en Madrid: cine Princesa, en versión original subtitulada.

Conocemos al hombre suicida en el camino, en plena busca infructuosa de alguien que le ayude a yacer bajo tierra. No lo ha encontrado y ahora busca ayuda en un soldado de origen kurdo: no la encuentra en él. La busca después en un estudiante de teología islámica: tampoco la encuentra en él. Ambos rechazos tienen un fuerte poder referencial en Irán, un país gobernado por leyes teologales, en las que el suicidio es blasfemia y por tanto el más grave de los delitos, lo que hace que estamos ante una metáfora de subversión que arrebata toda sorpresa al hecho de que la censura iraní haya prohibido el filme y que éste fuese rodado a salto de mata, clandestinamente, con presupuesto artesanal.

Pero ambos rechazos contrastan con la delicada comprensión que le ofrece el tercer personaje, último de la trágica encuesta del hombre suicida, un viejo que sobrevivió a su intento de ahorcamiento en un árbol al agarrarse, antes de caer al vacío con una soga en el cuello, a una rama y aplastó en ella con la mano un manojo de sus frutos, cuya pulpa se llevó a la boca y le hizo descubrir en el sabor de unas cerezas la sensación que le devolvió la evidencia de su necesidad de seguir vivo.

¿Es este suicida que busca alguien que entierre su cadáver un animista aterrado ante la desmbración de su cuerpo por alimañas o, lo que es lo mismo, por médicos de un laboratorio forense? ¿Es este suicida que busca alguien que entierre su cadáver un hombre libre con el orgullo herido, que quiere preservar su integridad y que su cadáver se haga tierra, polvo que retorne al polvo, cumpliendo así el círculo del destino de su especie? ¿Es, como se entrevé en el epílogo en que reaparece (¿antes o, después de su busca de muerte en la colina?), un artista, un cineasta cansado por la rutina? Las imágenes de Kiarostami nada dan resuelto e insinuan éstas y otras posibilidades, pero lo hacen de forma deliberadamente pudorosa, casi hermética. No proporcionan identidad ni motivación al suicida, que así se hace abstracción y metáfora, individuo sin calidades, es decir: un hombre con la senda abierta para que veamos en él al hombre, lo que confiere a El sabor de las cerezas anchura y precisión de un humilde y bellísimo poema metafísico.

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