Tribuna:

Querido Harrison

El otro día, cuando Harrison Ford estaba a punto de llegar a Venecia para presentar su deleznable película Air Force One, un columnista italiano tituló un perfil del actor estadounidense de esta manera: El bien amado. El artículo no era una declaración de amor rosa ni un ejercicio de lírica periodística, sino un reflejo informativo certero y objetivo de lo que significa para millones de personas un hombre que ha logrado convertirse en noticia permanente y que es un suceso en sí mismo, por decreto de su presencia y de la sagacidad con que ha sabido administrar y cuidar su imagen a...

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El otro día, cuando Harrison Ford estaba a punto de llegar a Venecia para presentar su deleznable película Air Force One, un columnista italiano tituló un perfil del actor estadounidense de esta manera: El bien amado. El artículo no era una declaración de amor rosa ni un ejercicio de lírica periodística, sino un reflejo informativo certero y objetivo de lo que significa para millones de personas un hombre que ha logrado convertirse en noticia permanente y que es un suceso en sí mismo, por decreto de su presencia y de la sagacidad con que ha sabido administrar y cuidar su imagen a lo largo de una carrera cinematográfica impecable que comenzó por todo lo alto hace más de dos décadas en Apocalypse now y La guerra de las galaxias, y sigue abierta a la devoción universal.Como Greta Garbo o Clark Gable, monarcas del cine. de su tiempo, Harrison Ford es más que un actor competente y guapo: es un modelo, alguien que ha logrado parecer la persona que multitudes, lo mismo de hombres que de mujeres, desearían ser o tener cerca. Aquel misterioso y fortísimo fenómeno de identificación creado por algunas estrellas del cine clásico, que parecía extinguido o muy atenuado, ha sido reconquistado en todo su esplendor por Harrison Ford, a base de mucho talento, mucho ingenio y de un refinado sentido de la medida, ya que siempre supo cuidar con esmero todos los aspectos de los personajes que encarna en la pantalla, a los que otorga cercanía y verosimilitud por lejanos e inverosímiles que sean.

Harrison Ford llegó al Festival de Venecia con su imagen de intocable intacta, pero salió de él por primera vez en su carrera tocado del ala, con el imán de su imagen deteriorado por la disparatada megalomanía y el mal cálculo a que le somete en Air Force One. Quizá algunos -desde luego no todos: ya ha recibido serios rapapolvos en Estados Unidos- compatriotas suyos le aplaudan su elección -Ford sólo interpreta personajes seleccionados con lupa por él mismo y que están hechos, como un traje, a su medida- de convertirse en el rocambolesco presidente Marshall. en esa absurda película. Pero de Venecia -convertida en caja de resonancias del cine de todo el mundo- Ford salió malamente, por la puerta trasera, y cuentan que muy cabreado por el aluvión de comentarios periodísticos sarcásticos en los, que el bien amado quedó reducido a una especie de payaso. Y es que si Air Force One hubiera sido una comedia o una farsa, funcionaría; pero la película va de grave drama con enganche ideológico y provoca lo peor que le puede ocurrir a una estrella: carcajadas de puro ridículo. Sus personajes Indiana Jones y Han Solo son hoy divertidísimos mitos cotidianos que forman parte de la insustituible función consoladora del cine. Ford lo sabe, y con sus otros personajes, los no aventureros, los vestidos de calle, ha procurado siempre hacer un contrapunto de ciudadano independiente y honrado a carta cabal, buen amigo y mejor padre de familia, un hombre equilibrado y apacible que, cuando la villanía le obliga a dispararse, se desata en una temible defensa de su territorio íntimo y de su independencia moral frente a todos y frente a todo; otra fantasía que la magia de Ford hace creíble y ejemplar.

Pero en Air Force One no hace contrapunto alguno, sino que funde a palo seco, en una misma identidad, al Ford aventurero y al Ford ciudadano, a Indiana Jones y al policía justo, pero con una agravante que descabala aún más esta metedura de pata: el individuo resultante es una mezcla de Bill Clinton y de Superman metido en una grotesca ensalada de acrobacias y tiroteos contra un inimaginable comando terrorista bolchevique que ni el cabeza rapada más nostálgico de la caza de comunistas del peor cine de la guerra fría se cree. Y caer de manera tan tosca en la trampa de la caverna ultranacionalista -a la que él siempre combatió- convierte al bien amado Harrison en un hazmerreír. Le costará mucho, si es que sabe pagar el peaje, recuperarse de esta irrecuperable pérdida de dignidad artística.

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