Tribuna:

El olor de la cera

No basta con la buena voluntad. Descubrir el grado óptimo de regulación es una tarea complicada en cualquier economía, y tampoco es cosa de niños dar con el ritmo adecuado de acercamiento al mismo desde situaciones indeseables para el funcionamiento eficiente del mercado: como en el vetusto juego de las siete y media, al deseo de llegar a la cifra mágica se une el miedo a pasarse en el envite. La opinión social sobre el alcance de la intervención pública, o de su reforma, ofrece también opiniones encontradas según la atalaya de intereses desde la que observa cada grupo social y muda, además, c...

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No basta con la buena voluntad. Descubrir el grado óptimo de regulación es una tarea complicada en cualquier economía, y tampoco es cosa de niños dar con el ritmo adecuado de acercamiento al mismo desde situaciones indeseables para el funcionamiento eficiente del mercado: como en el vetusto juego de las siete y media, al deseo de llegar a la cifra mágica se une el miedo a pasarse en el envite. La opinión social sobre el alcance de la intervención pública, o de su reforma, ofrece también opiniones encontradas según la atalaya de intereses desde la que observa cada grupo social y muda, además, con el tiempo.En España, el apremio de las reformas ha acompañado la vida de varias generaciones de ciudadanos porque las ideas económicas liberales nunca se desbordaron en la piel de toro y los intereses de los grupos sociales dominantes, muy favorecidos por el intervencionismo, se han entrelazado de una manera poco razonable con las necesidades del país. Todo cambió, sin embargo, con la restauración democrática y, en particular, con la adhesión de España a la actual Unión Europea, circunstancia esencial en la demolición, golpe a golpe, de los cimientos del sistema económico heredado del franquismo.

Pese a los notables avances realizados, el proceso de convergencia nominal exigido por la Unión Monetaria ha estado también acompañado de continuas advertencias sobre la inexorabilidad de nuevas reformas estructurales en diversos campos, para que el aire fresco de la competencia derribe barreras de entrada en algunos mercados, despeje reductos de corporativismo gremial y llegue hasta las telecomunicaciones, el suelo, los servicios profesionales, el mercado de trabajo y un largo etcétera. Reformas todas ellas imprescindibles para terminar con éxito la convergencia y, sobre todo, para mantenernos dentro de la disciplina impuesta por el Pacto de Estabilidad una vez nacido el euro. En este propósito, dicho sea con urgencia, algunas iniciativas adoptadas por el actual Gobierno (congelación salarial en la Administración, reducción de compras de bienes y servicios, recorte drástico de la inversión pública, privatización de las joyas de la corona) son insostenibles a medio plazo y dejan intacto el problema de fondo.

Entonces, ¿qué ha hecho hasta ahora el Gobierno del PP, que tantas y tan importantes reformas reclamó desde la oposición? Pues ha enunciado muchas medidas, ha esbozado legalmente muy pocas y ha presenciado la gestación del acuerdo laboral posible, pero no ha culminado prácticamente ninguna de las reformas estructurales pendientes. Cierto que en junio del año pasado inició tímidamente su trayecto el vagón de las reformas y que en febrero último se despachó una remesa de 77 actuaciones (demasiadas para resultar creíbles), pero da la impresión de que el Gobierno las ha acometido con desgana burocrática y sin ánimo de fajarse para convertirlas en realidad. Justo lo contrario del furor intervencionista puesto en juego, anguita y telefónica en ristre, en la guerra digital y en el empeño de socializar el bote catódico del balón de las estrellas.

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El desencanto producido por esta tibieza reformista, ratificada por la ausencia de damnificados, ha contagiado a sectores empresariales antes entusiastas del Gobierno, que han llegado a tacharle de "no liberal", insulto grave donde los haya en los tiempos que corren. Pero incluso admitiendo las buenas intenciones y pequeños logros desreguladores, es bastante evidente que las reformas iniciadas no han influido de manera apreciable en la excelente evolución del cuadro macroeconómico. La disculpable inclinación del Gobierno a enmarcar en dicho cuadro su gestíón y la facilidad con que olvida el origen de la actual bonanza económica, que es como "empezar el credo por Poncio Pilatos", le llevan a confundir causalidad y casualidad. Porque, veamos. La reforma del suelo no se ha iniciado y tardará cuatro o cinco años en tener consecuencias prácticas; la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones tardará un año en hacerse notar, no menos que el segundo operador; los colegios profesionales no aparecen aún en el martirologio, pese a los buenos oficios del Tribunal de la Competencia; y muchos servicios siguen con sus precios cómodamente guarecidos, al abrigo' del mercado. En estas circunstancias, resulta pueril recordar la existencia de retardos en los efectos de casi todas las medidas de política económica, porque éstas brillan por su ausencia.

Algunos puede pensar -también el Gobierno-, que los éxitos en el descenso de la tasa de inflación indican que bastantes reformas se han producido, porque llevamos años oyendo que una parte importante de la misma tenía origen estructural; pero los hechos han dado la razón a quienes siempre afirmaron que la inflación es un fenómeno básicamente monetario y que una buena política del Banco de España, unida a la atonía del consumo, la moderación salarial y la confluencia de políticas deflacionistas en países del entorno, más algunos trucos (como la hibernación del precio de la bombona de butano), pueden hacer milagros en este terreno. El mérito del Gobierno ha consistido en apoyar la tendencia favorable con el mando a distancia y, sobre todo, en no estorbar.

En definitiva, la experiencia de los últimos años viene a sugerir que, en contra de lo que se decía, algunas reformas estructurales no eran tan decisivas para la convergencia nominal como el cambio de actitudes de los administradores públicos; lo cual no impide afirmar que, si éste fuera el caso, los costes de la no reforma se pagarán en términos de convergencia real de la economía española. En este sentido, el Gobierno debe considerar que las políticas distributivas de corte regresivo (como las fiscales que se anuncian) pueden abortar, por las resistencias sociales que provocan, la nueva reforma que la economía española necesita para el día después del euro; y debería reflexionar también sobre las consecuencias del desfallecimiento que se aprecia en sus propósitos desreguladores. Todo no va bien: se anunció el espectáculo liberalizador a bombo y platillo, el público aguarda impaciente, pero no se presentan los protagonistas ni se adivina siquiera que el guión esté terminado. Parece que a este Gobierno le pasa lo que a las campanas de las iglesias, que convocan a todos pero no entran en misa. Bastantes de ellas comparten la religiosidad de los feligreses, pero ninguna soporta el olor de la cera.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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