Tribuna:CRÓNICAS

Borau, Azcona, el cine

Llega a los sitios como si ya estuviera allí de antes; quiere vivir sin ser visto, como los fantasmas que soñábamos ser cuando niños; grandote, con los ojos huidizos y azules, llorosos detrás de sus gafas minúsculas para su cara, es la estampa de la ingenuidad melancólica, como si nunca hubiera dejado de ser ese niño grandullón y tímido que aguardaba el atardecer y la huida en el rincón de un patio de colegio religioso o en cualquier escuela privada de Aragón.Con esa pinta, que ni el tiempo ni la experiencia le han quitado de encima, se puso ayer a mediodía detrás de la cámara más vieja de Esp...

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Llega a los sitios como si ya estuviera allí de antes; quiere vivir sin ser visto, como los fantasmas que soñábamos ser cuando niños; grandote, con los ojos huidizos y azules, llorosos detrás de sus gafas minúsculas para su cara, es la estampa de la ingenuidad melancólica, como si nunca hubiera dejado de ser ese niño grandullón y tímido que aguardaba el atardecer y la huida en el rincón de un patio de colegio religioso o en cualquier escuela privada de Aragón.Con esa pinta, que ni el tiempo ni la experiencia le han quitado de encima, se puso ayer a mediodía detrás de la cámara más vieja de España, para filmar la salida de la misa del Pilar, en Zaragoza, y conmemorar así el centenario del cine español, se ha dicho tantas veces, y probablemente eso estará también hoy escrito en los periódicos, que no merece la pena que demos más detalles: de quién era esa cámara, lo que supuso para la historia. Lo que interesa saber es que ese arte que se inauguraba entonces sigue en la vida imbatible, como si lo hubiera inventado Platón en la caverna: sólido, bello, controvertido, aburrido, divertido o insólito. El cine.

Dijeron que lo derrotaría la televisión. Se dijo que la estrella del vídeo acabaría con él. Como se dijo de la radio, como se ha dicho de la Prensa, como se dice de los libros. Pero está en la atmósfera de las salas y está permanente en todas las memorias como una necesidad íntima, como el mejor re cuerdo. El cine.

Cuando empezábamos a verlo era tan impresionante su luminosidad y su sonido que creíamos que los caballos, en las películas del Oeste, pasaban por encima de nuestras cabezas, y ése era el momento en que la cálida mano del padre calmaba el miedo., Luego fue también las palabras de amor la posibilidad de que uno fuera al mismo tiempo Dustin Hoffman en El graduado, con el deportivo calado en el puente antes de que se interrumpiera la ceremonia de la boda de la hija de Mrs. Robinson; o el Humplirey Bogart de La reina de África, compartiendo con Katharine Hepburn la miseria y la gloria de un viaje que luego. supimos que estaba animado, también, por el amor a la vida y la devoción por el, alcohol; o el Gary Cooper de Solo ante el peligro, enfundado en el traje con el que nosotros soñábamos caminar cuando entrábamos luego en los bares cutres de nuestros pueblos, dominando la situación y con una imaginaria pistola en la cartuchera.

No hay sorpresas

Ahora se ha puesto José Luis Borau detrás de esa cámara, como antes se han puesto otros, para captar como si no hubiera pasado un siglo las imágenes que siguen vivas un siglo después. ¿Qué ve un hombre por ese visor? ¿Ya ve el sueño que nosotros contemplamos después? Del cine ahora se sabe demasiado, como de los Reyes Magos, como de las enfermedades de los Papas; ya no hay misterio: somos los que sabemos demasiado. Y ya no existe la sorpresa, ni el miedo, ni siquiera están los padres para acariciamos la cabeza cuando pasan por encima de nosotros los sonidos y las furias de los caballos de celuloide.Dice Rafael Azcona, al que ahora habría que poner en el centro del homenaje de los mejores años del cine, que lo único que no se ve por ese visor son los adjetivos de la vida. Desde la cámara sólo se ve el sustantivo, lo que hay de veras en la realidad cuando ya se despoja. Probablemente los adjetivos del cine están en el espectador, en el que imagina el sueño más allá de la realidad plana que levanta polvo, inventa barcos sobre mares de plástico y crea la ilusión de que aquello que se ve es más real, más vivo que la vida misma.

Borau y Azcona. Es curioso que estos dos símbolos casi alfabéticos de nuestro cine hayan llegado juntos a esta evocación, sin duda melancólica, del centenario del cine; los dos son secretos y tímidos, no tienen nada que ver con la imagen rutilante que ha creado la cinematografía. Para verles hay que tocar en puertas misteriosas, y ellos salen como si nunca hubieran querido estar presentes. Ahora que Borau ha filmado la secuencia de la salida de misa de los parroquianos de Zaragoza, sería divertido pensar cómo hubiera sido esa filmación, hace un siglo o ahora mismo, si el guión hubiera sido de Rafael Azcona.

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