Tribuna:

CRÓNICAS

Don Canuto iba él un día del año, pasado por la Gran Vía de Madrid, como un sueco, mirando escaparates y comiéndose un helado de fresa. Era don Canuto un niño grande. Tiene ahora 73 años y es alto y desgarbado, con los ojos azules penetrantes y tiernos; camina con una pierna para las doce y otra pierna para las dos, y es como los sabios de antes. A veces se abrocha mal los chalecos y no se preocupa en absoluto de que las ropas que usa hagan juego. Aquel día que caminaba como un turista por la Gran Vía de Madrid buscaba ávidamente nuevos escritores españoles, para abrirles fichas y proponerles ...

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Don Canuto iba él un día del año, pasado por la Gran Vía de Madrid, como un sueco, mirando escaparates y comiéndose un helado de fresa. Era don Canuto un niño grande. Tiene ahora 73 años y es alto y desgarbado, con los ojos azules penetrantes y tiernos; camina con una pierna para las doce y otra pierna para las dos, y es como los sabios de antes. A veces se abrocha mal los chalecos y no se preocupa en absoluto de que las ropas que usa hagan juego. Aquel día que caminaba como un turista por la Gran Vía de Madrid buscaba ávidamente nuevos escritores españoles, para abrirles fichas y proponerles algún día como candidatos al Premio Nobel de Literatura. Porque don Canuto es Knut Ahnlund, el académico sueco que acaba de dejar su sillón porque no se halla de acuerdo con las directrices que la animan. Es una noticia importante, y lo es para lo que le pase en el futuro a la literatura de nuestro entorno cultural, pues don Canuto -así le llamaba Cela y así le llaman sus amigos españoles- era un gran valedor de las literaturas hispanas.Los académicos suecos son gente como todo el mundo. Detrás de su trabajo ha habido un marketing tranquilo, de muchos años, que parece haber convertido lo que ellos dicen en inapelable: como si después de que concedieran el Nobel hubieran nombrado al Papa de las letras. Son como el Espíritu Santo de la Literatura. Es notorio que a lo largo de los años se han equivocado muchas veces, y ellos no alardean de lo contrario; en realidad, les extraña bastante la prevalencia que tiene su opinión, y saben que esa notoriedad halla su raíz en el poder del dinero, pues es el premio mejor dotado del mundo, y en el largo secreto, ya que su galardón no ha sido nunca manipulado de manera obvia ni otorgado de antemano. Que ahora dimitan académicos suecos les áñade humanidad y certifica que efectivamente son gente como todo el mundo. Vivían en una redoma que ahora han abierto a las crisis habituales de los seres humanos.

Y nadie más como todo el mundo, en el mejor sentido de la expresion, que don Canuto. Su casa de las afueras de Estocolmo es como un invernadero de literatura; tiene un porche magnífico, abierto al cielo, en el que trabaja como si fuera un recolector de mariposas. Sus coleópteros son palabras españolas, que él va descifrando y juntando para convertirlas en sentimientos suecos. En aquel espacio blanco en el que en otras casas habitan plantas y flores, en la suya hay libros y más libros en los que busca obsesivamente candidatos que presentar en las sesiones de la Academia. Nos hablaba con mucho orgullo y mucha modestia al mismo tiempo, de esas sesiones, y de la cantidad enorme de fichas que van rellenando a lo largo del tiempo, los centenares de candidatos que ellos mantienen en el secreto de sus estanterías o de corresponsales cuyo silencio ellos controlan. Hacen la gran enciclopedia permanente de la literatura del mundo, y juzgan el premio que dan cada año como un accidente final: podría ser éste o puede ser otro, y trabajaban así, como don Canuto, en mangas de camisa, hasta que llegaba la gran solemnidad del día de otoño en que todo el mundo se pone delante del televisor para ver quién es el Papa. En Estocolmo lo viven como un acontecimiento, no faltaba más, pero allí hasta los académicos contemplan con cierto escepticismo el carácter final e inapelable de su veredicto. Podía ser éste, podía ser el otro. Pero se lo han tomado tan en serio, y nos lo hemos tomado todos tan en serio, que ver que ahora la Academia Sueca tiene una crisis, generada además por don Canuto, ese niño grande y tranquilo, evidencia que estamos ante una pequeña catástrofe que a todos nos hace más creyentes en el carácter falible y coyuntural que tiene el género humano.

Cuando nosotros conocimos a don Canuto, en 1989, le acababan de dar el Nobel a Cela, traducía Del Miño al Bidasoa y traducía también el discurso de gratitud del Nobel español. Acababa de tener un percance familiar y preparaba un viaje de reparación, unas vacaciones en España con su amigo Gabi Gleichman, el periodista sueco que se encarga en Estocolmo de contar qué pasa en las literaturas de nuestra lengua y que todos los años trata de adivinar a quién le darán los suecos el Nobel. Además de Gabi, hay un español privilegiado, el traductor y poeta Paco Uriz, que traduce siempre la decisión académica cuando el elegido es de nuestro ámbito. Era don Canuto en aquella casa luminosa un agricultor sueco, un poeta que hubiera tenido un sueño y lo tuviera dentro del alma. Después, cuando tuvo que vestirse de académico, con su frac y sus condecoraciones, negro, azul y blanco y solemne, ya don Canuto era Knut Ahnlund, un integrante impoluto del equípo del Espíritu Santo de la Literatura. Ahora se ha quitado el frac y es como si le hubiéramos visto otra vez con el chaleco mal abrochado, tomándose un helado de fresa y mirando los escaparates de la Gran Vía de Madrid.

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