Florencia, el fin de un sueño

La UE renuncia al equilibrio entre la Europa social y la económica

La cumbre de Florencia marca el fin de un sueño: el de alcanzar un equilibrio entre la Europa económica y la Europa social. O, más precisamente, el de completar las indispensables recetas liberales necesarias para el saneamiento de las finanzas públicas y la coronación de la moneda única, con unas modestas políticas activas de empleo de sabor sólo muy ligeramente keynesiano. Ese sueño es el que se persiguió al incorporar el Protocolo Social al Tratado de Maastricht (1991) como pieza complementaria de la unión monetaria. Y, sobre todo, el de Jacques Delors con su famoso Libro Blanco (1993), que...

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La cumbre de Florencia marca el fin de un sueño: el de alcanzar un equilibrio entre la Europa económica y la Europa social. O, más precisamente, el de completar las indispensables recetas liberales necesarias para el saneamiento de las finanzas públicas y la coronación de la moneda única, con unas modestas políticas activas de empleo de sabor sólo muy ligeramente keynesiano. Ese sueño es el que se persiguió al incorporar el Protocolo Social al Tratado de Maastricht (1991) como pieza complementaria de la unión monetaria. Y, sobre todo, el de Jacques Delors con su famoso Libro Blanco (1993), que buscaba cohonestar la triada crecimiento-competitividad-empleo. De él surgieron, entre otros, los proyectos de grandes redes de transporte transeuropeas aprobados hace dos años.

Las resistencias de los Gobiernos paralizaron buena parte de estos planes. Así, el desempleo en la Unión Europea (UE) no baja desde hace años del 11% de la población activa, más de 17 millones de parados. La corporatista revuelta francesa de diciembre encendió la alarma: la tasa de aceptabilidad social de la moneda única caía en picado. Los ciudadanos digerían mal, a palo seco, los sacrificios del rigor presupuestario inherentes a su consecución. Había que reengrasar el proceso de convergencia con políticas activas de empleo. Delors aireó la idea de un Pacto de Confianza para el Empleo. Su sucesor, Jacques Santer, recogió el guante: relanzaría las redes, la concertación social y otros programas.

Pese a la retórica oficial, el Consejo Europeo de Florencia ha sellado el adiós al equilibrio que perseguía el liberalismo social. El alemán Theo Waigel lo formuló brutalmente. El imperativo de reducción de los déficit [algo deseable y acertado] no deja espacio para la más mínima alegría o señal sobre el empleo [algo muy discutible], y la UE carece de vela en este entierro protagonizado sólo por los Estados [vuelta al nacionalismo]. Hasta Helmut Kohl echó marcha atrás, un drama.

La conjura de los ecofines arruinó el proyecto de la Comisión. Y sin embargo, éste no era baladí. Pretendía otorgar al Ejecutivo comunitario libertad de movimientos para modular la aplicación de los fondos estructurales, tres cuartas partes de los cuales (170.000 millones de ecus, o 27 billones de pesetas entre 1994 y 1999, contenidos en el paquete Delors 2 de "perspectivas financieras plurianuales", la programación de gasto a medio plazo) están aún por ejecutar.

Bruselas calculaba que, de ese total, reafectaría unos 2,1 billones de pesetas para concentrarlos más en la creación de empleo. Unos lo bloquearon por las razones de Waigel.

Otros, como el Gobierno español, blandiendo un argumento jurídico tan formalmente impecable como rabulesco en el fondo: la política estructural tiene por objetivo equilibrar la renta y no crear empleo. Como si la masa salarial de los reempleados no fuese factor de renta, replicaba la Comisión.

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Agazapadas bajo ese razonamiento legal se escondían las verdaderas razones. La primera es burocrática y de pequeñísima política. Reabrir el pastel de la programación, cuyas líneas fundamentales se trazaron hace años, supone pisar callos, intereses creados. Los 800.000 millones de la actualización del paquete Delors 2 por la erosión de la inflación con los que Santer pretendía construir una "reserva especial" de apoyo al empleo dejarían de cubrir los sobrecostes derivados de los aumentos de precios de los proyectos ya empezados: para cualquier Administración es más fácil recibir de Bruselas que renegociar el paquete financiero de un proyecto en marcha.

La reorganización de otras líneas presupuestarias supondría también reabrir el debate ya realizado entre los ministerios, y entre éstos y las comunidades autónomas, sobre el reparto de los recursos (a total incambiado). Y de todos ellos con los electores, a quienes se prometieron carreteras o parques industriales o escuelas de formación en determinada fecha.

La otra objeción española, tampoco enarbolada oficialmente, era más seria: si cuando hay que buscar dinero se recurre a los fondos estructurales y no a otras fuentes, se les debilita políticamente. Algo muy peligroso con vistas a la renegociación del paquete Santer 1 [que sucederá al Delors 2 en 1999], cuando otros gastos -los de la ampliación al Este- llamen a la puerta. Esa opción defensiva es una defensa inteligente de lo adquirido. Pero quizá el nivel del desempleo español, que dobla la media comunitaria, exigiría pasar a una estrategia más ofensiva: reorientar ya desde ahora la modificación de las políticas estructurales en un sentido de fomento del empleo, y sólo en ese sentido, ¿acaso no es sentar un precedente para el Santer 1 que puede favorecer en primer término a los ciudadanos españoles?

Del pacto de confianza quedan quizá algunos márgenes de maniobra reafectables, a pactar caso por caso, cuantificando el número de empleos de cada nuevo proyecto, para estimular. Acaso el proyecto de ciudades piloto trabado con el Comité de las Regiones. Santer es un alcalde tenaz y volverá a la carga. Rascará de aquí y allá. Pero un proyecto al que se ha desposeído de cifras, de credibilidad y del punto de ensoñación política que moviliza a una sociedad es difícil de resucitar. Hasta que otra nube negra vuelva a poner en peligro a la moneda única. Y entonces los Gobiernos volverán a Florencia. Si están a tiempo.

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