Tribuna:CRÓNICAS

La mirada que grita

La mirada de Sebastiao Salgado es dulce como la voz brasileña. Sigue así, intacta, a pesar de los años y del largo viaje en que anda empeñada. Cuando le vimos anteayer, por casualidad, en Lanzarote, era como un niño que hubiera descubierto la tierra, rodeado de volcanes y de flores difíciles, vestido como un enviado especial de los sesenta a una guerra de la memoria. En las manos traía, sin embargo, una imagen terrible, la historia gráfica y rabiosa de la lucha de los campesinos brasileños por tener la tierra en la que trabajan. En diez años, las manos aviesas del capital del destino acabó con...

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La mirada de Sebastiao Salgado es dulce como la voz brasileña. Sigue así, intacta, a pesar de los años y del largo viaje en que anda empeñada. Cuando le vimos anteayer, por casualidad, en Lanzarote, era como un niño que hubiera descubierto la tierra, rodeado de volcanes y de flores difíciles, vestido como un enviado especial de los sesenta a una guerra de la memoria. En las manos traía, sin embargo, una imagen terrible, la historia gráfica y rabiosa de la lucha de los campesinos brasileños por tener la tierra en la que trabajan. En diez años, las manos aviesas del capital del destino acabó con 1.635 campesinos cuyos descendientes y cuyos deudos reivindican la vida y el trabajo como una forma de presente y de futuro; porque quieren ser dueños de lo que les pertenece, y ser felices y estar seguros. No les dejan. Salgado ha fotografiado esa batalla por ser y por permanecer, y el resultado se lo ha traído a su amigo José Saramago para que él le ponga a ese texto que también es la fotografía una prosa adecuada, su propia manera de leer la realidad viciada por la legendaria maldad del hombre, crea dora de tanta miseria y de tanta desesperanza. Es un grito, sin duda, y con esa palabra que chilla parece que van a titular los dos esta alianza de fuerzas naturales, la mano que escribe y la mirada que grita. Los lectores de EL PAÍS Semanal tendrán este otoño oportunidad de contemplar un adelanto de esa aventura común que deja en la retina la extraordinaria y decepcionante impresión de siempre: el hombre es un lobo para el hombre. Nos tiene acostumbrados Salgado a esa mirada conmovedora y terrible sobre el mundo, a subrayar el esfuerzo frente al desprecio, a juntar la tierra y el hombre en una sola aventura feroz. Su extraordinaria aportación a la descripción del trabajo y de los trabajadores, que tuvo la Biblioteca Nacional de España el acierto de presentar hace tres años, constituyó una vibrante y eficaz llamada de atención sobre lo que está debajo de la superficie moral en la que vivimos: el esfuerzo tantas veces mal pagado, y desdeñado, de millones de hombres de todo el mundo por sacar de la tierra su sustento y el multiplicado beneficio de los otros.

En los pliegues sudorosos y muchas veces repletos del lodo en que se convierte la vida del subsuelo, de las ropas de aquellos trabajadores de todo el mundo surgían las señas de identidad de una historia inacabable, la de la explotación del hombre por el hombre, una biografía eterna en la que no ganan sino la destrucción y el olvido. La mirada atónita de Salgado fijó a esos trabajadores en el tiempo, para que ellos mismos nos miraran Para siempre y dejaran memoria amarga de nosotros mismos, recuerdo de nuestra propia capacidad para amar y destruirnos.

Extraña que esa mirada dulce de Salgado, los ojos atentos y azules en medio de su cara de niño extremadamente calvo, se conserve así a pesar del pasado de su experiencia. Lo ha visto todo, y su curiosidad se ha quedado intacta, como si naciera siempre. El mundo está lleno de cámaras de fotos detrás de las cuales hay hombres o mujeres que retratan a la gente, que guardan las imágenes de las ciudades y de las cosas para verlo luego todo; es la mirada pospuesta del hombre de hoy, convertido en permanente turista accidental, en abogado contemplador de lo que no ve. Todos regresan luego a casa y se ponen delante de los recuerdos para verificar qué han visto. Salgado, y otros grandes fotógrafos del mundo, tienen la mirada abierta detrás de la lente, y luego vuelven y lo que traen es redoblado el grito que ellos mismos mantienen intacto detrás de la cámara. Gozosa y terrible visión de los hombres, gozosa y terrible permanencia de la fotografía como el texto que grita. Ójala algún día ese testimonio se quede obsoleto.

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