VA DE RETRO

Muy cerca del Nobel

Enriqueta Levy, de 86 años, fue la más cercana colaboradora de Cajal hace siete décadas

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Un día de finales de los años veinte, el premio Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal llegó al instituto que lleva su nombre, entonces ubicado en el paseo de Atocha, 13, con un regalo muy especial para su secretaria, una adolescente llámada Enriqueta Levy Rodríguez. Se trataba del libro Las amistades peligrosas, con el que el sabio, medio en broma, quería advertir a Enriqueta de hasta dónde son capaces de llegar los hombres con tal de seducir a una mujer. Aquella joven, que hoy tiene 86 años, soltera y sin hijos, sonríe al recordar la anécdota con la que quiere ilustrar el especial s...

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Un día de finales de los años veinte, el premio Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal llegó al instituto que lleva su nombre, entonces ubicado en el paseo de Atocha, 13, con un regalo muy especial para su secretaria, una adolescente llámada Enriqueta Levy Rodríguez. Se trataba del libro Las amistades peligrosas, con el que el sabio, medio en broma, quería advertir a Enriqueta de hasta dónde son capaces de llegar los hombres con tal de seducir a una mujer. Aquella joven, que hoy tiene 86 años, soltera y sin hijos, sonríe al recordar la anécdota con la que quiere ilustrar el especial sentido del humor que poseía Ramón y Cajal y del que pudo disfrutar durante los ocho años que trabajó junto a él, desde 1926 hasta que murió, en 1934.Nacida en la calle de Fuencarral en 1910, hija de una vallisoletana y un comerciante teutón, Ketty, como todo el mundo la llama, estudió desde los tres años en el Instituto Alemán, igual que sus dos hermanas, y domina perfectamente este idioma. Ramón y Cajal necesitaba a alguien que tradujera las revistas científicas que llegaban de aquel país.

La hermana de Ketty, Irene Falcón -quien fue a su vez la más estrecha colaboradora de Dolores Ibárruri-, había trabajado ya con el científico, "Cuando Irene se marchó de corresponsal a Londres", recuerda la octogenaria traductora, "don Santiago no tardó mucho en acercarse a mi casa y subir andando, a pesar de sus 74 años, los cuatro pisos del edificio donde vivíamos en la calle de Trafalgar para decirle a mi madre que quería llevarme con él en cuanto terminara el bachillerato. Tenía 16 años recién cumplidos cuando entré en el Instituto Cajal. El me enseñó a organizar la biblioteca, a traducir los textos de los sabios, alemanes, franceses, ingleses... A su lado me inicié en la comprensión del mundo, pero sobre todo aprendí de su modestia, de la defensa de la verdad de su independencia".

El padre de Ketty, Sigfrid Levy, había muerto muy joven y había dejado a la familia en una precaria situación económica. El Nobel se dio cuenta enseguida de la situación de la familia y trató de echarles una mano. "En una ocasión quiso ayudar a mi madre con unas pesetas para comprarme unas botas. Jamás lo aceptó. 'Dile a don Santiago', me advertía, que vivimos como reinas', y, agradecida, le cocinaba de vez en cuando un bizcocho de chocolate que a Ramón y Cajal le encantaba. Otras veces quería darme dinero extra alegando que también se lo daba a las otras dos chicas que trabajaban en el laboratorio, pero yo nunca lo cogí".

En un tiempo en el que era poco habitual hablar varios idiomas, Ramón y Cajal se sentía impresionado por la habilidad de las hermanas Levy con las lenguas extranjeras. "En los laboratorios de investigación casi nadie dominaba otra lengua y don Santiago se quedaba fascinado cuando yo, al dictado, pasaba directamente sus escritos al alemán en la máquina de escribir"

El ser al mismo tiempo inteligente, buena persona y sencillo es algo excepcional. Según el testimonio de Ketty, el científico aunaba estas tres virtudes.

No le gustaban los homenajes y casi nunca asistía a fiestas. "No hacía demasiada vida social. Prefería pasear entre los puestos de los mercados de Carmen y La Cebada, y en las calurosas tardes de verano se le podía encontrar sentado en un sillón de mimbre en la puerta de su casa de Alfonso XII, junto al Museo Antropológico, charlando con los vecinos. Era también muy aficionado a las tertulias. Frecuentaba el Café Suizo, en la calle de Alcalá, y de anciano le gustaba acercarse al Café del Prado , o a otro pequeñito llamado La Elipa, junto a la iglesia de San José, donde los camareros montaban guardia para que él pudiera leer tranquilamente la prensa".

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"Cuando en 1926 decidieron erigirle un monumento, en el Retiro, junto al Paseo de Coches, no le entusiasmó, porque decía que las estatuas eran para después de muerto. Cuando el cortejo de autoridades del Gobierno del dictador Primo de Rivera finalizó la inauguración oficial y se marchó, Gregorio Marañón y un grupo de estudiantes de medicina, que aguardaban tras unos árboles, le hicieron su homenaje particular. Hubo un detalle de la escultura que no le hizo mucha gracia a Ramón y Cajal. El lleva una especie de túnica romana y medio torso desnudo. Refunfuñó y dijo que él no se había desnudado ante ningún escultor. Era muy conservador pero un hombre estupendo".

Aunque los investigadores en. España nunca han estado sobrados de medios, las condiciones en las que trabajaron Ramón y Cajal y sus colegas habrían desmoralizado a cualquiera: "Los animales para el laboratorio nos los suministraba un borrachín al que llamábamos El Ranero. Nos proveía de gatos y conejillas preñadas que robaba en los corrales", recuerda Enriqueta. "Los investigadores que yo conocí", añade, "trabajaban sólo por amor a la ciencia. No tenían ambiciones económicas. Yo estuve en casa de muchos de ellos y vivían con, mucha sencillez. Ni siquiera viajaban y les concedían poquísimas beca?.

La secretaria de Ramón y Cajal conoció también al catedrático de Fisiología y último presidente de Gobierno de la II República, Juan Negrín. Éste trabajaba junto a Severo Ochoa y Grande Covián en un laboratorio en los Altos del Hipódromo. "Cuando encontraba un artículo interesante le llamaba por teléfono para leérselo. Negrín me propuso irme con él, pero yo no quise y le recomendé a mi hermana mayor, Carmen, que trabajó para él algunos años".

Durante los últimos años de la vida del Nobel, la traductora le ayudó a pasar a limpio sus escritos literarios. "Cuando vi vía su mujer, doña Silveria, casi nunca iba a su casa. Una chica con flequillo, falda corta y ha blando alemán le parecía a la serñora una especie de monstruo. Cuando enviudó frecuenté más su piso de Alfonso XII y le ayudé sobre todo con su obra El mundo visto a los 80- años". Ketty, que vive con su hermana Irene en el barrio de Prosperidad, tuvo que exiliarse en 1939. Ha vivido 16 años en Moscú y cinco en Pekín. Regresó a Madrid en 1071 y trabajó hasta su jubilación en el Centro Superior de Investigaciones Científicas. Ha escrito varios libros sobre Ramón y Cajal.

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