Tribuna:

Chivo expiatorio

Hace unos años, la noticia de que dos niños de Liverpool mataron a otro destapó la caja de truenos bíblicos que hace poco ha vuelto a abrir la matanza de escolares en Dunblane por un demente. La enormidad de estos sucesos no es, sin embargo, lo que más turba de ellos. Lo perturbador es que ocurran aquí, nos sucedan a nosotros. Cuando se producen en la parte mísera del mundo no son noticia, ni nadie aquí, en la parte rica del mundo, se siente concernido por ellos. Esa caja de truenos se abre únicamente cuando estos hechos ocurren en Estados Unidos o Europa y algo en ellos abre las...

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Hace unos años, la noticia de que dos niños de Liverpool mataron a otro destapó la caja de truenos bíblicos que hace poco ha vuelto a abrir la matanza de escolares en Dunblane por un demente. La enormidad de estos sucesos no es, sin embargo, lo que más turba de ellos. Lo perturbador es que ocurran aquí, nos sucedan a nosotros. Cuando se producen en la parte mísera del mundo no son noticia, ni nadie aquí, en la parte rica del mundo, se siente concernido por ellos. Esa caja de truenos se abre únicamente cuando estos hechos ocurren en Estados Unidos o Europa y algo en ellos abre las tripas de un modelo de sociedad que cree haber desterrado a la bestia y no sólo no lo ha hecho, sino que su norma acentúa la bestialidad. De ahí que cuando lo intragable asoma en nuestras latitudes se le busquen rápidas explicaciones balsámicas, chivos expiatorios. El chivo de moda es el cine y, sobre todo, el que se ve en televisión y se entromete en los entresijos del día a día, que es donde (paredes adentro) anida la violencia civilizada, la más refinada y extrema.La polvareda que levanta la exhibición televisiva de El silencio de los corderos, Asesinos natos y otras ficciones sanguinarias, algunas con calidad artística y otras sin ella, se parece a la estrategia de echar balones fuera cuando se juega un partido difícil. Las deducciones que escapan de las entretelas de estos sucesos coinciden en que la cadena de motivaciones que los precede tiene lugar de forma difusa en la totalidad de la vida cotidiana de los espectadores y no en un espectáculo desencadenante, que es un estímulo entre muchísimos, y no el más relevante. Esto convierte a la demanda de prohibición censorial contra este tipo de. filmes en coartada y, de rebote, en manifestación de la tendencia (me temo que creciente) a resolver los riesgos de la democracia con soluciones totalitarias: una horda de honestos y apacibles ciudadanos de Liverpool quiso, y casi logró, linchar a los dos niños infanticidas, lo que deja reducido el crimen de éstos en una parodia de otra enormidad mucho mayor, la que se cuece detrás de los ojos de sus padres.

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En una encuesta hecha a raíz de este suceso salió a relucir un, pliegue de fondo: el ritual cotidiano que lleva a un niño, y a un adulto, a pasar media vida absorto (y tanto da que lo que vea sea Asesinos natos como Pipi Calzaslargas) frente a un televisor es en sí mismo un hecho abrumadoramente más violento que todas las imágenes que este televisor pueda meterle en los ojos.

La violencia en el cine existe desde que el cine existe, porque anidaba donde nació. La primera ficción cinematográfica fue un atraco y nadie culpó a Edwin S. Potter de que hubiera otros atracos después de su película. La prohibición del alcohol en EE UU al final de los años veinte desencadenó una cadena gigantesca de violencia, que fue la materia del cine de gánsteres y nadie osó denunciar a Scarface como un foco contagioso de crimen. De entonces a ahora las cosas no han cambiado sustancialmente en la pantalla, pero algunas sí han empeorado en lo que hay en los ojos de quienes se sientan frente a ella.

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