Tribuna:TRAVESÍAS

Nefertiti

En uno de esos dibujos teologales que Máximo publica de vez en cuando en este periódico, el Dios sugerido por un ojo dentro de un triángulo se pregunta si él también ha creado a Bach y a Rostropóvich. A mí, el Dios equilátero de los dibujos de Máximo me recuerda el que aparecía en mi enciclopedia escolar, y me produce una inquietud semejante, un recuerdo de la intriga y del miedo infantil frente a ese ojo único que miraba desde el interior de un triángulo, como el ojo de un encapuchado o de un penitente. Pero el ojo del Dios de las rancias enciclopedias en las que yo estudiaba tenía una fijeza...

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En uno de esos dibujos teologales que Máximo publica de vez en cuando en este periódico, el Dios sugerido por un ojo dentro de un triángulo se pregunta si él también ha creado a Bach y a Rostropóvich. A mí, el Dios equilátero de los dibujos de Máximo me recuerda el que aparecía en mi enciclopedia escolar, y me produce una inquietud semejante, un recuerdo de la intriga y del miedo infantil frente a ese ojo único que miraba desde el interior de un triángulo, como el ojo de un encapuchado o de un penitente. Pero el ojo del Dios de las rancias enciclopedias en las que yo estudiaba tenía una fijeza de amenaza y de condenación, y el de Máximo suele asomarse al mundo y a la página editorial del periódico con algo de asombro y de incertidumbre, incluso con un arranque de maravilla ante la belleza, sea ésta la de una suite de Bach tocada por Mstislav Rostropóvich o la de una chica en bañador en una playa del verano, circundada por un versículo del Cantar de los cantares.Ese dibujo de Máximo, que nos habla, en el fondo, del consuelo y la vindicación del arte en medio de la monotonía de las malas noticias y del acoso del fanatismo y la maldad, me ha hecho acordarme de un asombro que yo experimenté hace unos días, de una emoción limpia, persistente, hipnotizadora, la de mirar en el museo egipcio de Berlín la cabeza policromada de la reina Nefertiti, que está sola, en el centro de una habitación en penumbra donde no hay nada más, en el interior de una urna de cristal cuyos lados se convierten en espejos a medida que uno se mueve en torno a ella, de modo que al mismo tiempo que se descubren nuevos perfiles y escorzos también se produce el engaño visual de que la figura se multiplique, gracias al cristal, en la oscuridad que la rodea: aparece así suspendida e intangible en el aire, más solitaria aún, más increíble, porque las reproducciones que hemos visto todos en todas partes no nos preparan para encontramos con ella, y porque sabemos, nada más entrar, en esa sala y mirarla, que lo que tenemos delante es un logro máximo de la expresión y de la maestría humana, un rostro de inconcebible antigüedad que a través de varios miles de años ha sostenido una belleza que no es de este mundo ni de este tiempo y a la vez nos alude como intensamente terrenal y temporal.

Dice Antonio López García que los escultores antiguos no se equivocaban nunca. Cómo sería el artesano que talló esa cabeza, qué sintió cuando la vio concluida y policromada, recién hecha y ya eterna, la boca sensual y severa que parece dibujada con un principio de sonrisa interior, la elegancia del cuello tan largo, la modelación suprema de la barbilla y los pómulos, de los huesos posteriores de la nuca y las sienes que enuncian la forma de un cráneo afeitado bajo la tiara. La hemos visto en todas partes pero en realidad no la hemos visto nunca hasta que la descubrimos en esa habitación casi a oscuras de un museo de Berlín, altiva y custodiada en su urna, en una frontalidad que nos la vuelve desconocida y chocante, porque las fotografías siempre muestran su perfil derecho, y no nos permiten saber que sólo tiene un ojo, un ojo de cristal bajo el que está pintada la pupila con tal destreza que nos parece la pupila de alguien que está vivo y puede vernos. El otro ojo es una cuenca vacía, perfecta también en su forma rasgada bajo la dulce curva y el maquillaje del párpado, y ese cuévano ciego es el contrapunto que desequilibra y al mismo tiempo acentúa la perfección suprema de cada uno de los otros rasgos. El ojo sin pupila desasosiega tanto como el otro ojo que sí mira, y nos devuelve de pronto la conciencia de que lo que tenemos delante no es, el espejismo de una belleza indestructible y abstracta, sino un objeto material que fue tallado hace miles de años, que se perdió entre los escombros de una casa en ruinas en una ciudad abandonada y fue recobrado en el último siglo de otro milenio por unos arqueólogos que lo llevaron a Berlín y lo custodiaron en una urna de cristal donde tampoco quedó a salvo de los desastres del tiempo: imaginemos los bombardeos aliados en los inviernos finales de la guerra, el ruido de los motores de aviones colosales, invisibles en la lisura gris del cielo de Alemania, la trepidación de la tierra, las esculturas egipcias retiradas de las salas de exposición y guardadas en los sótanos, en la oscuridad fría y húmeda de los refugios antiaéreos.

En medio de tanta destrucción siempre es milagroso que algo sobreviva intacto. En Berlín, cerca del Reichstag y de la puerta de Brandemburgo, hay un descampado con altas grúas y vallas que tiene en el frío del invierno un aire trágico de esterilidad, de irremediable devastación bíblica: aquí estaba el muro, nos dicen, y ése es el solar de la Cancillería de Hitler, el punto justo desde donde el Tercer Reich irradió con espantosa eficacia toda su vocación de exterminio y desastre, la tierra de nadie donde morían entre alambradas, reflectores, disparos de metralla, gritos de guardianes y ladridos de perros, los fugitivos del Berlín Este.

No queda nada: ni el muro, ni la Cancillería, ni las torres con reflectores, ni las alambradas. En algunas calles de Berlín Oriental de pronto surge como un fantasma de la arquitectura la fachada de un edificio en ruinas en el que todavia puede verse el hollín de las bombas incendiarias y los picotazos de los disparos de las ametralladoras. Junto a la sinagoga, donde una placa en alemán y hebreo recuerda sobriamente la noche de los cristales rotos de 1938, no es posible pasar sin estremecerse. El ojo teologal de los dibujos de Máximo inquietaría más que en ninguna otra parte a quien lo imaginara en el cielo bajo de Berlín. Ya sabemos que el arte no salva de nada ni garantiza nada: el mariscal Goering era un fervoroso coleccionista de pintura, y Hitler llevaba siempre consigo una colección de dibujos de Durero. Pero al ver en el museo egipcio de Berlín la cabeza de Nefertiti, igual que al escuchar el violonchelo de Rostropóvich o al leer esos pasajes del Cantar de los cantares que copiaba Máximo en sus dibujos del verano, uno piensa que si estas cosas también han sido creadas en el mundo entonces hay la posibilidad de que no siempre prevalezcan la sinrazón y el infierno.

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