Tribuna:ARDE UN EDIFICIO HISTÓRICO

Se cumple el sueño infantil

En interminables tardes de encierro castigados en la sala, díscolos y rebeldes alumnos del Real Colegio de las Escuelas Pías de San Antón nos conjurábamos para una terrible venganza y proyectábamos con ingenua ferocidad prenderle fuego a nuestra pedagógica jaula. Treinta años después, alguien o algo ha cumplido, a destiempo y a traición, nuestra infantil quimera.Cuando en 1990 se cerraron las puertas del colegio y Aquilino -severo, ejemplar y perseverante cancerbero- despidió a los últimos colegiales, ya lloramos los presuntos incendiarios la clausura de las vetustas aulas. Desde que en...

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En interminables tardes de encierro castigados en la sala, díscolos y rebeldes alumnos del Real Colegio de las Escuelas Pías de San Antón nos conjurábamos para una terrible venganza y proyectábamos con ingenua ferocidad prenderle fuego a nuestra pedagógica jaula. Treinta años después, alguien o algo ha cumplido, a destiempo y a traición, nuestra infantil quimera.Cuando en 1990 se cerraron las puertas del colegio y Aquilino -severo, ejemplar y perseverante cancerbero- despidió a los últimos colegiales, ya lloramos los presuntos incendiarios la clausura de las vetustas aulas. Desde que en 1794 Carlos III concedió a los padres escolapios estos terrenos para que edificaran un colegio destinado a los niños pobres de la ciudad, y hasta 1990, las Escuelas Pías desasnaron a generaciones y generaciones de niños pobres y menos pobres, pues la orden escolapia, al compás del mercantilismo que marcaban los tiempos, no tardó en abrir su sección de pago.

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En los años sesenta del presente siglo, gratuitos y paganos compartíamos el viejo caserón. Con un talante discriminatorio muy alejado de las normas del fundador de la orden, san José de Calasanz, los padres escolapios mantenían un riguroso apartheid: los gratuitos tenían su entrada al colegio por la calle de Santa Brígida, junto al sicalíptico teatro Martín, y los de pago lo hacíamos por la oscura y más seria calle de la Farmacia. Un riguroso control conseguía que jamás unos y otros coincidiéramos, ni en las aulas ni en los patios, ni siquiera en la calle. Pero unos y otros gozábamos desde las ventanas de las clases del gratuito y poco edificante espectáculo, hasta que el profesor se apercibía de la toilette de las hetairas que practicaban su antiguo oficio bajo la advocación de santa Brígida, virgen y mártir.

San Antón fue cárcel, no sólo virtual, sino real, al transformarse en cheka durante la guerra civil. Su tortuosa y laberíntica estructura abundaba en patios interiores, tenebrosos corredores y galerías con celdas monacales o carcelarias. Eloy de la Iglesia aprovechó el espacio para rodar escenas de presidio con gran verosimilitud.

Con el incendio, el the end definitivo ha aparecido en la pantalla y ha convertido en ascuas las vivencias de antaño. Años antes había desaparecido la honrada taberna colindante de Los Pepinillos, donde completamos nuestra educación y donde los ex alumnos evocábamos los días pasados a la vista de las marcas de polvo de tiza que aún señalaban, hasta ayer, las ventanas del caserón de nuestros pecados infantiles.

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