Editorial:

Última oportunidad

ES DIFÍCIL que el acuerdo alcanzado en los astilleros públicos se libre de la sospecha de ser fruto de la presión violenta. Las circunstancia s en que se ha producido alimentan esa impresión. El acuerdo ha llegado por ensalmo, tras meses de negociaciones fallidas, cuando el argumento que se impuso fue la manifestación violenta y el vandalismo, además de toda suerte de maniobras políticas en las zonas más directamente amenazadas.Sea como fuere, el acuerdo es la última oportunidad de un sector en crisis profunda. Si en un tiempo prudencial se perfilan soluciones de viabilidad real, pueden ser ac...

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ES DIFÍCIL que el acuerdo alcanzado en los astilleros públicos se libre de la sospecha de ser fruto de la presión violenta. Las circunstancia s en que se ha producido alimentan esa impresión. El acuerdo ha llegado por ensalmo, tras meses de negociaciones fallidas, cuando el argumento que se impuso fue la manifestación violenta y el vandalismo, además de toda suerte de maniobras políticas en las zonas más directamente amenazadas.Sea como fuere, el acuerdo es la última oportunidad de un sector en crisis profunda. Si en un tiempo prudencial se perfilan soluciones de viabilidad real, pueden ser acogidos con satisfacción y esperanza. De entrada, y no es poco, clarifica el futuro de miles de familias y de más de una zona dependiente en demasía -o exclusividad- de esa actividad industrial. Pero también debería clarificarse el camino seguido para su consecución, cosa que, de momento, queda en la más absoluta oscuridad.

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De ahí que lo primero que deberían hacer Administración y sindicatos, en aras de la credibilidad del acuerdo, es intentar convencer a los ciudadanos de que la violencia no ha sido su partera, sino la razón y la responsabilidad. Una negociación siempre parte de posiciones duras para ir suavizándolas después. Pero ello no disculpa ni la torpeza de los negociadores públicos en plantear unos cierres luego desechados (casos de Cádiz y Sevilla), así como una drástica reducción de empleos (más del 50% del sector) luego anulada, ni las posteriores reacciones violentas de los trabajadores.

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Pero, pactado el ajuste de empleo con medidas más suaves que las contempladas inicialmente, el éxito de la reconversión aprobada depende de la capacidad del sector para renovar sus formas de producción, su política comercial, su tecnología y sus relaciones laborales. La construcción naval no es una actividad obsoleta: los pedidos a los astilleros públicos españoles alcanzan hoy entre el 70% y el 10% de su capacidad. Pero obsoletas se han quedado las empresas que construyen los barcos a costes superiores a los de la competencia y tardan más en entregarlos. Y, además, están sumergidas en un mar de deudas financieras que provocan unos pésimos resultados (45.000 millones de pérdidas en 1994).

El acuerdo era fundamental para conseguir la autorización de Bruselas para, una inyección de capital de 180.000 millones de pesetas, la mitad para ajustes y el resto para saneamiento financiero. Entre 1996 y el año 2000 la demanda global de construcción naval se incrementará el 30%. Habrá trabajo, pero habrá que salir a buscarlo al exterior y con ofertas competitivas. De otro modo, este acuerdo no será sino una nueva subvención, difícilmente justificable ante los trabajadores de otros sectores en crisis. Un parche que anime a otros a utilizar métodos para guerrilleros para convencer a la Administración de la viabilidad de sus sectores.

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