Tribuna:

Belandau

El cine se mira a veces el ombligo. Hay en él frecuentes recomposiciones, en forma de ficción, de Individuos verídicos del cine mismo. Casi nunca son convincentes. Hace poco hubo una réplica de Chaplin de un tal Downey y no había manera de dar crédito a su imitación de maneras: no asunción, y menos encuentro de identidades. A Buster Keaton lo quiso reconstruir Donald O'Connor; a Jean Harlow, Carrol Baker; y fracasaron. Clark Gable, Greta Garbo, Vivien Leigh, Marilyn Monroe y otros ilustres cadáveres fueron asesinados por sosias que no sólo no les sacaron de sus tumbas, sino que profesionalment...

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El cine se mira a veces el ombligo. Hay en él frecuentes recomposiciones, en forma de ficción, de Individuos verídicos del cine mismo. Casi nunca son convincentes. Hace poco hubo una réplica de Chaplin de un tal Downey y no había manera de dar crédito a su imitación de maneras: no asunción, y menos encuentro de identidades. A Buster Keaton lo quiso reconstruir Donald O'Connor; a Jean Harlow, Carrol Baker; y fracasaron. Clark Gable, Greta Garbo, Vivien Leigh, Marilyn Monroe y otros ilustres cadáveres fueron asesinados por sosias que no sólo no les sacaron de sus tumbas, sino que profesionalmente cavaron la suya propia a causa del para ellos devastador cotejo a que su trabajo les sometió. Hasta que hace unos meses Martin Landau bebió en la magnífica Ed Wood la sangre de Bela Lugosi y extrajo de ella la imagen de otro monstruo afincado más allá de la estancia donde flota la leyenda de Drácula, creando un híbrido, Belandau, que vuelve del revés como un saco la ilógica de las tareas imposibles.Es Belandau una vigorosa vivificación del lado humano, y por tanto frágil, del célebre monstruo. Y es por ello la encarcelación de lo descomunal en la jaula de lo común y la reducción a norma de la sed de excepción de los niños que se agazapaban detrás de las miradas de millones y millones de adultos escondidos en la penumbra de los cines durante el tiempo de gestación del infierno fascista, que sin proponérselo anunció el gran histrión húngaro Bela Lugosi en el mito de Drácula y sus ramificaciones. De ahí lo inquietante, e incluso lo perturbador, de la metáfora de Belandau: este prodigio interpretativo nos devuelve, recién soñada por nosotros, una pesadilla histórica mucho más de ahora y mucho más nuestra de lo que le gustaría al optimismo de esa modernez que pretende convertir al olvido en médula de la memoria contemporánea, y que por ello es más que un cómplice (es en realidad una avanzadilla perfumada) de lo que se avecina, y precisamente en la medida que lo que se avecina ahora adquiere cada vez más los rasgos de lo mismo -o de otra cosa espantosamente parecida- que se avecinaba entonces.En la imagen hosca y dolorida de Belandau, que apenas nacida es ya una de las creaciones mayores del cine actual, se puede con toda licitud buscar y rebuscar uno de los signos del nuevo acercamiento -la afloración, más rechazable cuanto más inexorable parezca, de una antigua confluencia soterrada- entre lo humano y lo abominable, aproximación que hoy se palpa en las aceras de Europa y se masca en el aire cada vez más espeso de los tugurios del poder en cualquier parte ofendida del mundo actual, es decir: en casi todo él. Y son éstos los escenarios de una de las aventuras mayores de la gran aventura del cine: la representación del terror y el horror, en cuanto radiografía doble y doblemente superpuesta de lo humano y lo abominable, de lo gozoso y lo espantoso, metidos en un mismo hilo de conducción de la emoción del rechazo.

El despojo de Bela Lugosi representado con generosidad por Martin Landau es un suceso de genio, un acto de clarividencia de tanta magnitud que no domina sus límites y escapa de ellos en forma de llamada de alerta, lo que convierte a Ed Wood, el filme que la contiene, en una contribución al honor de la especie, que alcanzó su más bajo e infame entredicho hace ahora más de medio siglo en este continente. Y si el cine, incluso en las estrecheces en que se mete cuando se mira el ombligo, es todavía capaz -a la manera antes aludida del gran John Ford: sin proponérselo- de alcanzar una hazaña como ésta, es que conserva algo de su frescura clásica y algo de aquella inocencia fundacional que le permitió, hace muchas décadas, convertirse una llamada infalible a la alarma de los hombres humanos: ser el ojo más penetrante con que estos cuentan para desvelar la identidad de quienes mueven los hilos de la marioneta de lo abominable. Y esto es indicio de que este arte -tan manoseado que ha envejecido prematuramente- conserva todavía luz para iluminar algún rincón de la esperanza.

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