Crítica:CINE "LAMERICA"

Una cumbre del cine o italiano

LamericaDirección: Gianni Amelio. Guión: Andrea Porporati, Alessandro Serrnonetta y G. Amelio. Fotografía:Luca Bigazzi. Música: Franco Piersanti. Italia, 1994. Intérpretes: Enrico Lo Verso, Michele Placido, Piro Milkani, Carrnelo di Mazzarelli. Estreno en Madrid: cine Princesa.

El humillante pozo en que el gran cine italiano ha estado hundido durante dos decenios -sometido al bochorno de alimentar la voracidad de imágenes de baja especie impuesta por la trampa de la red de cadenas de televisión que amordaza y silencia a Italia con una producción a destajo de vulgarísimos telefilmes disf...

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LamericaDirección: Gianni Amelio. Guión: Andrea Porporati, Alessandro Serrnonetta y G. Amelio. Fotografía:Luca Bigazzi. Música: Franco Piersanti. Italia, 1994. Intérpretes: Enrico Lo Verso, Michele Placido, Piro Milkani, Carrnelo di Mazzarelli. Estreno en Madrid: cine Princesa.

El humillante pozo en que el gran cine italiano ha estado hundido durante dos decenios -sometido al bochorno de alimentar la voracidad de imágenes de baja especie impuesta por la trampa de la red de cadenas de televisión que amordaza y silencia a Italia con una producción a destajo de vulgarísimos telefilmes disfrazados de películas- comenzó hace unos años a ser taponado por el despertar de algunos grandes viejos directores -Ettore Scola, Ermanno Olmi, Federico Fellini hasta su muerte y otros creadores inolvidables- y, sobre todo, por el surgimiento de jóvenes cineastas de gran radicalidad y no menos memoria, que ahora comienzan a dar la vuelta a la situación derivada de ese sometimiento del lenguaje cinematográfico al pedestre lenguaje del consumo televisivo de ficciones. Uno de estos jóvenes, que ya está dejando de serlo y entra -con la maravillosa Niños robados y ahora con esta formidable, estremecedora Lamerica- en periodo de plenitud, es Gianni Amelio.

Lo que Amelio en Lamerica narra con generosidad conmovedora, deduce con audacia enorme y representa con precisión matemática, parece en realidad imposible de narrar, deducir y representa en la angostura de una pantalla: un infierno, un inabarcable infierno de ahí al lado. No se trata de un vuelo teológico o especulativo, sino del esfuerzo de un cineasta de raza (rama del inagotable tronco de Roberto Rossellini) para -dejando la ficción reducida a una mínima presencia en forma de médula e hilván- construir el documento de un hormiguero humano reconocible, verídico y que está ahí, en el mísero rincón de Europa que llamamos Albania. Durante los días en que la población de este infortunado país, aplastada, reducida a una hacinada reserva animal y sojuzgada durante decenios por el fascismo estalinista, salió desesperada de sus casas, huyó de sus pueblos, rodeó las ciudades y detrás de ellas buscó puertos y comenzó a huir hacia un rincón italiano de la panzuda Europa opulenta, que rechazó esta invasión de hambrientos como se rechaza la peste, como quien rechaza, ante un espejo su verdadero e insoportable rostro oculto. Amelio lo expresó con concisión: todos somos albaneses.

El filme se sostiene sobre esa irrefutable deducción moral: todos somos albaneses. En un escaparate perfumado del primer mundo asoma de pronto, como una pesadilla, el hedor del Tercer Mundo y, tras este surgimiento, asoma a su vez la idea de que el infierno verídico que viven esos millones de hombres -e incontables más en el resto del planeta- es obra nuestra, porque necesitamos ese y otros abismos para sostenernos, del mismó, modo que la idea de bienestar (no en cuanto categoría moral y social, sino como consigna económica y política) se sostiene sobre la de malestar y la alimenta, la segrega, la genera. Todos somos albaneses porque nuestros edredones flotan sobre ese y otros abominables vacíos de humanidad.

Con la diferencia de que este infierno no es un asunto remoto, sino que está ahí al lado, a un solo golpe de remo de las costas de Italia. Y el italiano Amelio no hace concesiones y lo cuenta en una de las más conmovedoras, terribles y hermosas películas que pueda uno imaginar a estas alturas de un arte que parece haberlo dicho, ya todo, pero al que -cuando hay detrás de una cámara una mirada cargada con el talento de la generosidad y el sentido del escándalo- le quedan todavía muchas cosas que contar, que decir y que representar. Lamerica es una de ellas: cine sobrecogedor, inédito, rebosado por el esplendor del gran oficio de hacer películas cuando éste se alía -como se alió en la mirada de Pasolini, Buñuel, Rossellini, De Sica, Renoir, Guerman, Angelopoulos- al oficio de decir la verdad en medio de una higiénica factoría de mentiras, de falsas ficciones.

Filme-sacudida, película-zarandeo, cine-gesto de enorme fuste moral, Lamerica es una obra de arte fuera de serie y de norma: apasionante, dolorosa y, pese ello, reconfortante, pues nos devuelve la necesidad de peregrinar a los cines, como quien peregrina a los viejos santuarios.

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