Tribuna:

Para aligerar la pesadez

Con 34 obras, la mayor parte recientes, aunque con un par de notas de referencia retrospectiva que llaman la atención sobre el pasado, se presenta en el Reina Sofía el escultor británico Tony Cragg. Tanto el. propio Cragg como otros representantes de la que, desde finales de los setenta, se denomina la nueva escultura británica -Long, Flanagan, Kapoor, Deacon, Gormley, Woodrow- están llenos de talento. Dúctil y brillante, en el caso concreto de Cragg hay siempre una mezcla de rotundo savoir faire, que deja, sin embargo,' un resquicio para el- comentario inteligente e irónico, muy en la ...

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Con 34 obras, la mayor parte recientes, aunque con un par de notas de referencia retrospectiva que llaman la atención sobre el pasado, se presenta en el Reina Sofía el escultor británico Tony Cragg. Tanto el. propio Cragg como otros representantes de la que, desde finales de los setenta, se denomina la nueva escultura británica -Long, Flanagan, Kapoor, Deacon, Gormley, Woodrow- están llenos de talento. Dúctil y brillante, en el caso concreto de Cragg hay siempre una mezcla de rotundo savoir faire, que deja, sin embargo,' un resquicio para el- comentario inteligente e irónico, muy en la línea de un posmodernismo eficaz.Una pieza ejemplar en este sentido es la titulada Spyrogyra (1992), donde se hace una sorprendente y muy liberadora coda al Portabotellas. duchampiano, una verdadera lección de brioso humor que seguramente hubiera divertido mucho más al célebre ajedrecista que las aburridas letanías y aprobaciones de sus pesadísimos secuaces. Pero no se trata sólo de un chiste ingenioso, sino de un tour de force mediante el que el Portabotellas, cuya forma aquí es en espiral como la torre de Tatlin, se transforma en una bella naturaleza muerta. Precisamente ahí es donde Tony Cragg -que le da igual tomar de Duchamp, de Moore, de Beuys, de Flanagan o de quien sea, asunto, tema o estilo- cobra sus mejores réditos.

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Por otra parte, su capacidad para instalar-desplegar sus piezas resulta también extraordinariamente sugestiva, y ha sido una lástima que, por las comprensibles razones de su coste desmesurado, no se haya podido ubicar en la terraza de la tercera planta del Museo Nacional Reina Sofía las grandes piezas que allí había pensado plantar el artista.

En todo caso se trata de una muestra estimulante, imaginativa, variada, divertida, no pocas veces malévola, siempre inteligente. Por último, además del esprit definesse no puede echarse en saco roto esa capacidad de Cragg para tratar con adecuación cualquier material, cualquier situación, cualquier perspectiva, algo que demuestra su sólida formación, que jamás puede calificarse como académica, porque es el resultado efectivamente de una buena adecuación material para lo que, según el caso, quiere contar y nunca una fórmula. En fin, que se sale de la muestra con esa cierta dosis de alegría, de ligereza, que provoca lo bien articulado, lo viable.

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