Crítica:TEATRO - 'LAS TRAMPAS DEL AZAR'

Una vez más

Una vez más, dijo Antonio Buero Vallejo, cansado y con la voz tomada por el tiempo, cuando salió a saludar al final de esta obra: frase escéptica, resignada, cansada. Quizá no más que la de sus viejos espectadores, que habían aplaudido sin demasiado entusiasmo, y sin él le despidieron, después.La obra es gris: los decorados de Pepe Hernández subrayaban grisura y lisura; un poco mejor realizados hubieran dado misterio, profundidad, hondura, que sin duda estaban en el ánimo del escritor cuando escribió; grisáceos son los actores. Una vez más: las cosas pasan siempre por algo, hay un misterio en ...

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Una vez más, dijo Antonio Buero Vallejo, cansado y con la voz tomada por el tiempo, cuando salió a saludar al final de esta obra: frase escéptica, resignada, cansada. Quizá no más que la de sus viejos espectadores, que habían aplaudido sin demasiado entusiasmo, y sin él le despidieron, después.La obra es gris: los decorados de Pepe Hernández subrayaban grisura y lisura; un poco mejor realizados hubieran dado misterio, profundidad, hondura, que sin duda estaban en el ánimo del escritor cuando escribió; grisáceos son los actores. Una vez más: las cosas pasan siempre por algo, hay un misterio en las coincidencias, una concatenación que no dominamos. Ya esto era viejo cuando Koestler escribió Las raíces del azar, cuando Jacques Monod reveló El azar y la necesidad (se cumplen treinta años); y más en el teatro de Priestley, de Jean-Jacques Bernard: en la Europa de entreguerras. Y en Buero: La señal que se espera, que resultó ser una de sus peores obras, quizá hasta la llegada de ésta.

Las trampas del azar

(Dos tiempos de una crónica), de Antonio Buero Vallejo. Intérpretes: Encama Paso, Carlos Ballesteros, Teófilo Calle, José Caride, Silvia Espigado, Juan Carlos Rubio. Escenografía y figurines, Pepe Hernández. Dirección, José Vida. Centro Cultural de la Villa de Madrid, 12 de enero de 1995.

Esbozos contenidos

Ésta está llena de apuntes, de promesas que no se cumplen, de esbozos de algo contenido por el miedo; quizá por el cansancio. El tema del azar y sus trampas, o su esoterismo, o su más allá, va a lo vulgar y lo cotidiano hacia lo inútil: aquella señal (aquel acto infantil, aquel sucesillo) desencadenaba una serie de acontecimientos en una vida un poco idiota, de logrero hijo de logrero, de muchacha a la que unas heridas fortuitas se le convierten en maldición que descarga sobre los demás. Parece un poco retorcido todo, un poco metido entre seres más bien tontos y cobardes, también. El espectador entiende poco. Sobre todo cuando se mezcla el estúpido suceso -una farola rota- con los hechos de dos generaciones de corruptos: la de Falange -se dice el partido, aunque se nombra al protector Franco- y las de los hijos, no sé si sociatas; entre todos sostienen el laboratorio, que pasa de unos a otros, donde lo que se labora es material de guerra. Pero el doble tema, o doble aspecto de un tema no está abordado. Hubiera sido la obra. El retorcimiento de concatenaciones entre aquella farola rota por un niño y los llantos de las viudas y los huérfanos por la guerra parece abusivo, si es que hay unas normas de lógica aceptables (la lógica teatral: es insuficiente).

Apunta, al final, otra generación: no sé si al autor le parece más digna, o es aún más estúpida El hijo-nieto que descubre la trampa del azar contribuye, con su intransigencia violenta, a la desgracia de sus padres: el hombre que rompió la farola y la niña que recibió los vidrios, y sus llagas en la espalda. Crea también su propia desgracia, mientras se va cumpliendo, lentamente, la de los espectadores, sobre los que cae la obra inexorable.

¡Una vez más! Pensaba, mientras, que convendría que fuese la última: no por la parte del autor, cuya continuidad y su prolongación me alegrarían mucho en este mundo adverso, desencantado, y que siempre ofrece el misterio del azar de qué día pueda salirle algo vivo y directo, sino precisamente por la mía que, una vez más, me encontraba ante una obra pobretona, mil veces escrita; con unas tesis mil veces olvidadas y siempre vueltas a traer. Con la teatralidad falsota del violinista en la esquina, tal vez una especie de diablo (es muy frecuente que el diablo de literatura toque el violín), aunque pudiera ser también Dios: los dos papeles siempre son confusos en el teatro o en el cine: una rentiniscencia de la Viena de Schubert, y hasta de Freud con lo que debía ser una frase de hallazgo psicoanalítico.

De todo ello, lo más patético, el espectáculo final de su autor entre unos actores que no habían podido sacar más partido de su trabajo, contando cómo por la tarde había pensado que quizá tuviera que pronunciar estas palabras -finales- de la representación si hubiera lugar (en puridad, no lo hubo); y cómo todo se quedaba en este canto a la costumbre, a la monotonía, a lo agotado: una vez más...

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