Tribuna:

Continuidad rota

Existe hoy un acuerdo casi general sobre el papel jugado por el almirante Carrero Blanco en las postrimerías del franquismo y, consecuentemente, sobre la importancia que tuvo el atentado de ETA en diciembre de 1973, al cortar por la raíz toda perspectiva de supervivencia para el régimen. Con anterioridad, el estado de excepción de enero del 69 y la. crisis ministerial derivada de Matesa habían acabado con las esperanzas de lograr su transformación por una vía evolutiva. El oscuro y fiel colaborador de Franco dejó ver a partir de ese momento de crisis su ambición de poder, que culminaría con la...

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Existe hoy un acuerdo casi general sobre el papel jugado por el almirante Carrero Blanco en las postrimerías del franquismo y, consecuentemente, sobre la importancia que tuvo el atentado de ETA en diciembre de 1973, al cortar por la raíz toda perspectiva de supervivencia para el régimen. Con anterioridad, el estado de excepción de enero del 69 y la. crisis ministerial derivada de Matesa habían acabado con las esperanzas de lograr su transformación por una vía evolutiva. El oscuro y fiel colaborador de Franco dejó ver a partir de ese momento de crisis su ambición de poder, que culminaría con la designación como jefe de Gobierno en julio de 1973. Había tenido paciencia durante décadas, dejando que otros se desgastasen en primer plano, y actuando a modo de apuntador con sus informes y recomendaciones para modelar las decisiones claves del dictador. Ahora se convertía en protagonista, pero siempre a la sombra de la definición de un servicio que justificaba ese paso: lograr la continuidad del régimen del 18 de julio, con los retoques institucionales y personales (Juan Carlos) imprescindibles para hacer posible esa supervivencia. "El Movimiento Nacional se sucederá a sí mismo, sin mistificaciones", había declarado Franco a Arriba en enero de 1955, tras una conversación con don Juan de Borbón. Dada la visible decrepitud de Franco al llegar la década de los setenta, Carrero asumía dar cumplimiento a esa exigencia, desde la actitud de falsa modestia que revelaban sus seudónimos: Juan de la Cosa pasaba a ser Ginés de Buitrago, el caballero patriota dispuesto a ordenar la operación quirúrgica sobre la sociedad española para impedir que la modernización social y económica traspasase las fronteras del sistema político.Sin embargo, por mucho tiempo, y a pesar de su reconocida influencia sobre Franco, esa condición de sucesor había sido puesta en duda. Lo recuerdo por los comentarios que escuché en la segunda mitad de los sesenta, al entregar en Cuadernos de Ruedo Ibérico "un comentario sobre Carrero Blanco", firmado con el seudónimo de Emilio Benítez. Yo era cualquier cosa menos un politólogo, pero las posiciones ideológicas expresadas por Carrero como Juan de la Cosa, especialmente en su obra magna Las modernas torres de Babel (1955), y sus comentarios en la prensa le designaban, a mi juicio, como el hombre dispuesto a afrontar la defensa a muerte del franquismo. Un poco al modo de su jefe, sabía esperar y permanecer todo el tiempo necesario al acecho. En su contra figuraban, obviamente, el arcaísmo ideológico que destilaban escritos y declaraciones, su desigual prestigio en el ejército y la imagen de hombre oscuro, agazapado detrás de Franco. Pero, a cambio, el viejo dictador podía muy bien ver los rasgos primero y tercero como algo positivo, especialmente de cara al papel que tocaría desempeñar a Carrero en relación con la incógnita política del Príncipe.

Las ideas políticas de Carrero Blanco era diáfanas. Hasta cierto punto, resultaba más franquista que Franco. Como él, detestaba la modernidad y veía en la guerra civil el desenlace lógico de la invasión que las fuerzas del mal habían desencadenado sobre España. Las grandes corrientes sociales y políticas contemporáneas se ajustaban al patrón donosiano: el comunismo como gran amenaza, y el liberalismo y la democracia como cauces para la penetración de aquél. Con la inevitable complicidad de la masonería, gracias a cuya existencia puede contemplar la historia como una conjura de los malvados para perder a los pueblos, cuando éstos no son salvados por una saludable represión al amparo de la cruz. Carrero expone juiciosamente sus dudas acerca de los orígenes de la masonería: quizá fue obra del diablo cuando los templarios fueron perseguidos, quizá la crearon los judíos. Pero sobre los resultados no caben vacilaciones. Puede así diseñar un cuadro completo de la marcha de la historia, desde los orígenes a nuestros días, ya que las luchas sociales del siglo XX son sólo el último episodio de lo que comenzó con Caín y Abel: "El diablo inspiró al hombre las torres de Babel del liberalismo y del socialismo; con sus secuelas marxismo y comunismo en las formas en que ellas han tenido realidad, y para ello dispuso de un magnífico instrumento, que es esa tenebrosa organización, de orígenes un tanto misteriosos, que se Hama la masonería, personaje que, aunque entre bastidores, asume el papel principal de la tragedia, que es la vida del mundo, por lo menos en los últimos dos siglos". Ya tenemos el cañamazo donde encajar todos los acontecimientos de la era contemporánea, sobre los cuales Carrero escribirá y disertará profusamente, dando en ello prueba de su erudición y de su imparcialidad: Von Paulus no perdió la batalla de Stafingrado más que por el duro invierno, ya que los rusos estaban a punto de rendirse; Stalin era un "cazurro ucraniano"; Marx fue "ateo y rencoroso", escribiendo el "voluminoso galimatías" de El capital; Proudhon redactó escritos "vacíos de ideas, pero cuajados de barbaridades", etcétera. Entre tanto, los masones circulan de un lado para otro, sembrando cizaña y perjudicando a nuestro país.

La solución es la lograda en España merced a la guerra civil. Mientras el resto del mundo se hunde en la perdición, España progresa bajo el mando firme de su caudillo. El régimen es definido como "monarquía representativa", pero en, la práctica él mismo ha de confesar que el poder lo asume plenamente Franco, con la legitimación que le ha conferido la victoria, y la asistencia del Consejo del Reino y las Cortes. No cabe vuelta atrás. Cuando, al acabar la II Guerra Mundial, comience a agitarse el espectro de la democratización, y con ello de una amnistía, Carrero asumirá en un supuesto sueño la personalidad de un alférez provisional dispuesto a levantarle la tapa de los sesos a cualquiera con tal de no volver a ver a turbas de desarrapados quemando iglesias bajo la guía de los inevitables masones. Dios y el diablo presiden la escena histórica desde el paraíso terrenal. Nadie puede prescindir de aquél sin incurrir en "el pecado de Luzbel", propio del racionalismo. Tampoco cabe prescindir de la represión, necesaria para mantener al hombre alejado de las torres de Babel.

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En consecuencia, Carrero Blanco había de tener pocas simpatías hacia un fascismo militante que, para empezar, suponía la actuación legal de una forma cualquiera de organización política. Su informe a Franco sobre Falange en 1941 es inequívoco al respecto, conforme reseña Tusell en su libro sobre las relaciones entre Franco y Mussolini. Con ello se privaría siempre de la búsqueda de un apoyo social. La solución residía en una dictadura personalizada entre Franco y respaldada por una inspiración católica. En religión era un integrista; en política, un militar ultrarreaccionario. Pero, y aquí se abre la brecha que explica su relativo éxito durante décadas, admite la necesidad de cierto pragmatismo en los recursos, y sobre todo de una racionalización en los medios para atender tal objetivo. Cree en las realizaciones concretas, signo de buen gobierno, y de ahí su estima hacia una figura histórica como Bravo Murillo, anticipo de la conjugación entre catolicismo autoritario y tecnocracia que encamaron los ministros vinculados al Opus De¡. En espera de lo que pueda aportar la biografía de Javier Tusell sobre el almirante, el libro de un próximo colaborador suyo, Servicio especial, del coronel San Martín, arroja suficiente luz sobre los contenidos del intento de congelación antidemocrática representado en su etapa final por el carrerismo. El poder militar de los años cuarenta ya no era una solución técnicamente viable, por lo que resultaba preciso actuar represivamente desde el interior de la sociedad civil, apoyándose en una tupida red de información, a fin de frenar la expansión de las tendencias disgregadoras, con especial atención a la Universidad. Para ello podían podarse cuantas ramas fuese necesario, conforme probaron los tragicómicos meses de la experiencia de Julio Rodríguez al frente del Ministerio de Educación. En cuanto al Príncipe, debidamente controlado hasta el momento de la sucesión, lo estaría también después al prolongarse el mandato del jefe de Gobierno designado por Franco. La apuesta no llegó por fortuna a hacerse realidad. Tras el 20 de diciembre de 1973, lo que quedaba de carrerismo tuvo que empezar de nuevo, sin la red protectora del poder, y no es extraño que el punto de llegada de esa trayectoria crepuscular sea su intervención en el intento golpista del 23 de febrero de 1981.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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