Tribuna

El gran hereje

Fellini fue el gran hereje del neorrealismo italiano, surgido de sus propias entrañas. Su pedigrí neorrealista procedía de sus colaboraciones con Rossellini, como ayudante de Roma, ciudad abierta y guionista de Paisá, dos pilares fundacionales del movimiento. Pero antes que esto Fellini había demostrado su atracción por el circo y su habilidad como caricaturista, y estas facetas podrían más que la austera voluntad testimonial de la escuela.No fue casual que su debú como director fuese una incursión en el mundo del espectáculo (Luces de music-hall), y el espectáculo humilde o sunt...

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Fellini fue el gran hereje del neorrealismo italiano, surgido de sus propias entrañas. Su pedigrí neorrealista procedía de sus colaboraciones con Rossellini, como ayudante de Roma, ciudad abierta y guionista de Paisá, dos pilares fundacionales del movimiento. Pero antes que esto Fellini había demostrado su atracción por el circo y su habilidad como caricaturista, y estas facetas podrían más que la austera voluntad testimonial de la escuela.No fue casual que su debú como director fuese una incursión en el mundo del espectáculo (Luces de music-hall), y el espectáculo humilde o suntuoso volvería con La strada, Satyricon, Los payasos y Ginger y Fred, irrigan o toda su concepción de la puesta en escena. El neorrealismo ortodoxo quería negar el cine-espectáculo, pero Fellini apostó por la escenificación grotesca, esperpéntica, barroca, desbordante. El neorrealismo era, por otra parte, un cine de personajes-tipo, y Fellini les dotó de una subjetividad y trascendencia que incluía la soledad, la culpa, el remordimiento, la angustia y la esperanza. Fue una opción contaminada del existencialismo cristiano de la época y La strada sirvió de campo de batalla díaléctico para la crítica cristiana y la marxista, que pedía al cine italiano un realismo crítico, a lo Visconti, y no un neorrealismo de la introspección, como el de Almas sin conciencia.

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Los fantasmas

En la España franquista se entendió mal que La dolce vita, anatematizada por nuestros obispos, hubiese recibido el premio de la Oficina Católica Internacional del Cine. Era lógico, pues en la mirada provinciana del emigrante de Rímini fascinado ante las orgías romanas estaban inscritos también el repudio y el asco. El monstruo atrapado en el mar al final poseía una evidente densidad metafórica. Todo el discurso de Fellini acerca de la relación entre los sexos, su visión de la condición femenina, de la puta maternal (Anita Ekberg, Sandra Milo) y de la esposa ejerciendo como puta en Las noches de Cabiria, trató de ser racionalizado en su manifiesto La ciudad de las mujeres. Pero no era más que una consecuencia visceral de su catolicismo latino, anticlerical y masculinista, perfectamente asumido y del que brotaban sus fantasmas.

Y nunca habló tan alto ningún cineasta acerca de sus fantasmas personales como lo hizo Fellini en Ocho y medio, impúdico autoanálisis de la crisis del artista, psicoanálisis sobre pantalla metamorfoseado en fascinante espectáculo barroco, que con razón fue elegida mejor película del cine europeo desde 1945. Pero también hay autoanálisis, a través de la memoria personal, en la evocación de su juventud provinciana en Los inútiles, en Roma y en Amarcord.

Fellini siempre habló de sí mismo, como hacen los grandes artistas, incluso cuando simuló no hacerlo. Su vida fue el viaje de un artista apasionado y volcánico que de sus demonios mediterráneos y católicos sacó la inspiración para un universo fascinante e irrepetible.

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