Tribuna:

Del sentimiento utópico de la vida

En febrero de 1988, Léo Ferré pisó Madrid por primera vez. Tenía 71 años. Tardío encuentro para un hombre casado con una española, María Cristina Díaz; para un músico que tuvo en España una de sus grandes fuentes de inspiración; para un compositor que escribió canciones como El flamenco en París, El barco español o Franco la muerte. Imperdonable tardanza para una ciudad, un país, un pueblo inspirador de una pasión a la que jamás correspondió. "Estoy fascinado sin conocerla, pero no por España, sino por el pueblo español. Los franceses y los italianos tienen las ideas detrás de la cabeza...

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En febrero de 1988, Léo Ferré pisó Madrid por primera vez. Tenía 71 años. Tardío encuentro para un hombre casado con una española, María Cristina Díaz; para un músico que tuvo en España una de sus grandes fuentes de inspiración; para un compositor que escribió canciones como El flamenco en París, El barco español o Franco la muerte. Imperdonable tardanza para una ciudad, un país, un pueblo inspirador de una pasión a la que jamás correspondió. "Estoy fascinado sin conocerla, pero no por España, sino por el pueblo español. Los franceses y los italianos tienen las ideas detrás de la cabeza. Los españoles son de otra manera", dijo. Humildemente, casi de puntillas, pasó por Madrid y Bilbao: un homenaje sencillo, con Paco Ibáñez y Xavier Ribalta de anfitriones. En sus recitales, cuatro gatos. El resto, de espaldas. Tan cerca y tan lejos.Brel, Brassens, Ferré, Ferrat, Piaf, Béart.... pertenecen a la cultura de un país, de un continente. "Renegar de la canción es renegar de uno mismo. Es renegar de la expresión más antigua de nuestras alegrías y nuestros tormentos. De un arte popular por excelencia, en el que está la parte esencial de la poesía moderna", dijo Jack Lang, ministro de Cultura francés, en 1985. Una poesía que en Ferré tenía preferencias con nombres propios: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Apollinaire.... amores clásicos de un hombre que no creía en el clasicismo. "Lo importante es el genio y que se haga un nudo en la garganta cuando algo emociona". Le emocionaban Beethoven, Mozart, Debussy, Ravel, Bártok, Stravinski... "Es una pena que la juventud escuche sólo rock", decía. "Si los norteamericanos no hubieran esclavizado a los negros, no existiría el rock, y la música sería otra cosa".

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El rock y Estados Unidos, bestias negras de un artista que se negó a mirar al pasado y prefería no recordar días como el 10 de mayo de 1968, cuando en plena revuelta cantó para los anarquistas en París. "Han pasado muchos años desde el Mayo Francés y nunca miro atrás. El pasado no me interesa porque la gente que estuvo allí ha cambiado, y se han convertido en burgueses semejantes a los americanos, un pueblo desgraciado", dijo en Madrid, 20 años después de la primavera utópica. Una utopía que Ferré mantuvo como constante vital y artística. Incluso como prevención para luchar contra la rutina de tantos años de canciones, batallas imposibles y búsquedas imaginativas. "Si supiera cómo escapar al tópico, sería Dios. Sólo se puede superar a través de la utopía, que con el amor es lo único que permanece".

El sentimiento de lo utópico marcó su vida. Le inspiró, fue su fuerza para mantenerse en pie hasta el fin. Muy enfermo, aún quería cantar en Bélgica y París. Era el mismo aliento que le hizo componer a los 11 años su primera canción sobre un poema de Verlaine. El que le llevó a decir en 1988: "Sólo me tumbaré cuando me muera".

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