Tribuna:

Ni el Norte ni el Sur, sino todo lo contrario

Hasta el mes de septiembre de 1992, casi todos los españoles teníamos no sólo la sensación, sino incluso la conciencia, de que por fin habíamos llegado al Norte después de un largo viaje, interrumpido por la Contrarreforma. Desde entonces, con más o menos coartadas de peculiaridad, España había asumido su factor diferencial con un instrumental intelectual eminentemente metafísico (el ser de España y otros derivados de la filosofía de la historia), y sólo en este siglo, respaldado por el análisis de las ciencias sociales, fundamentalmente éramos diferentes en relación con las naciones-estados h...

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Hasta el mes de septiembre de 1992, casi todos los españoles teníamos no sólo la sensación, sino incluso la conciencia, de que por fin habíamos llegado al Norte después de un largo viaje, interrumpido por la Contrarreforma. Desde entonces, con más o menos coartadas de peculiaridad, España había asumido su factor diferencial con un instrumental intelectual eminentemente metafísico (el ser de España y otros derivados de la filosofía de la historia), y sólo en este siglo, respaldado por el análisis de las ciencias sociales, fundamentalmente éramos diferentes en relación con las naciones-estados hegemónicos porque no habíamos hecho a tiempo la revolución industrial y luego se hizo demasiado sectorialmente, creando abismales desigualdades en los desarrollos interiores y siempre bajo el proteccionismo de un Estado que, incluido el franquismo, fue más premoderno que asistencial. La filosofía de la vida española estaba salpicada por renuncios tajantes a entrar en la modernidad: ¡Qué inventen ellos! (Miguel de Unamuno), Europa empieza en los Pirineos (cualquier francés anónimo), Spain is different (eslogan de propaganda del ministro franquista Fraga Iribarne), ¡Como en España ni hablar, y eso lo digo en la China y en Madagascar! (canción popular de los años cuarenta). Había, plues, casi una unanimidad explícita sobre las excelencias de no haber llegado al Norte y permanecer en el Sur, aunque secretamente nos sabíamos desgraciados y, desde la época de la Contrarreforma, las doncellas catalanas glosaban en sus canciones al príncipe de Inglaterra, que vendría a liberarlas, y el poeta nacional catalán Salvador Espriu reconocía que había pueblos al Norte más limpios, más honestos, más afortunados.Bajo el franquismo se fragua una nueva mesocracia, amplia y joven, que va a ser la protagonista de una transición algo más que superestructural. De hecho, bajo el franquismo desarrollista de los años sesenta ya se habían sentado las bases materiales del viaje hacia el Norte que pasaba por la incorporación a Europa y la adaptación del sistema productivo español al sistema productivo capitalista internacional. Tras el impasse de la transición política stricto sensu, entre 1982 y 1992, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en el Gobierno, y desde una mayoría absoluta, vende ese viaje definitivo al Norte, forzando las máquinas, desde una perspectiva macroeconómica, de que hay que sacrificar lo que haga falta del sistema productivo español para ser aceptados, subsumidos, fecundados, por el Norte. Hasta el mes de septiembre de 1992, una mayoría del país creía que el viaje era posible, y el final, no muy lejano. Además, la teatralización de la modernidad (Juegos Olímpicos de Barcelona y Expo de Sevilla) era como el fin de fiesta de la larga marcha. Pero, de pronto, del cenit de la historia nos llegaron las voces de los dioses diciéndonos: esto no es Manhattan, esto es Somalia. En 24 horas descubrimos que nos habíamos hecho especulativos y no productivos, despilfarradores y no ricos, subalternos y no determinantes. Todas nuestras pulsiones nos seguían llevando al Norte consumista, mientras a nuestras costas llegaban los cadáveres de los marroquíes, los somalíes, africanos, sureños todos en busca de las sobras del Norte, y no supimos reconocer en esos cadáveres nuestro retrato cercano de pueblo perdido sin collar en el contexto de una Europa que pasó hambres endémicas hasta en pleno siglo XX. Si en los 10 años que van de 1982 a 1992 se había impuesto la cultura de simulacro de la modernidad, 1993 es el año del gran despertar y de la toma de conciencia de una desidentificación. Ni siquiera el lenguaje eufemista de los tecnócratas nos sirve para defendernos del miedo ante la otredad agresiva: ¿europeos de primera velocidad?, ¿de segunda?, ¿de tercera?, ¿de marcha atrás? Si nuestra identidad moderna (la posmoderna fue flor de un día del pensamiento débil) está en el alero, no mucho mejor lo tiene una Europa que ha dejado de ser la de los Doce para ser la de no sabemos cuántos. Una Europa que recupera la conciencia de las etnias que la dividen sin haber cimentado una entidad de masas. Si Europa era nuestro norte inmediato antes de acceder al norte absoluto, la aparición de Jacques Delors riñéndonos y recordándonos que aún debíamos pasar una temporada en el purgatorio del relativo sur nos ha dejado un tanto desencantados y decantados al nihilismo relativo. Al fin y al cabo, ¿qué es el Norte, sino el Sur con respecto a otro Norte privilegiado? Y cuando se está en el Norte durante siglos, como en el caso de Estados Unidos de América, del Norte precisamente, ¿no predispone a la duda metódica el descubrimiento de que allí también disponen de un profundo Sur de 30 millones de pobres censados por las más neutrales IBM?

es escritor y periodista.

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