Tribuna:

Hollywood se encuentra a sí mismo

Desde que el año pasado mojó su poltrona con el reconocimiento de El silencio de los corderos -una vigorosa película iconoclasta, filmada sobre emulsión de vitriolo, que arrastró a multitudes y descolocó a más de un cinéfilo de pub, de esos que hacen teología del travelling sin tener ni idea de cuándo, cómo y por qué funcionan y crean libertad las sucias tripas del cine-, la Academia de Hollywood abandonó los efectos especiales, los caramelos y los paños calientes del fascismo blando del reaganismo, y sus oscars comenzaron a recuperar la credibilidad perdida.Desde a...

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Desde que el año pasado mojó su poltrona con el reconocimiento de El silencio de los corderos -una vigorosa película iconoclasta, filmada sobre emulsión de vitriolo, que arrastró a multitudes y descolocó a más de un cinéfilo de pub, de esos que hacen teología del travelling sin tener ni idea de cuándo, cómo y por qué funcionan y crean libertad las sucias tripas del cine-, la Academia de Hollywood abandonó los efectos especiales, los caramelos y los paños calientes del fascismo blando del reaganismo, y sus oscars comenzaron a recuperar la credibilidad perdida.Desde ahora, esa capacidad de convicción crecerá, si olvidamos que la película argentina Un lugar en el mundo -la única en toda la producción mundial de 1992 que sigue de cerca e incluso en algunos aspectos alcanza la potencia moral y estética de Sin perdón- fue expulsada de la competición a causa de un ridículo pretexto burocrático y que, en su ausencia, el premio a la mejor película no hablada en inglés se lo ha llevado un guiso tan tramposo y adocenado como ese alarde francés de gato por liebre titulado Indochina. Con menos desprecio por lo ajeno, Hollywood podría cantar ahora la victoria de haber sancionado como las dos más grandes películas del año a las que incontestablemente lo son.

Por suerte, este ramplón politiqueo gremial -al que hay que imputar otras ausencias imperdonables: The player, por razones autoofensivas, y Drácula, por razones estomacales, pues Hollywood tiene atragantada la independencia industrial y moral de Coppola-, que ha privado a Un lugar en el mundo de una segunda vuelta alrededor del planeta, es compensado por el coraje mostrado por los gremios al conceder dos de los seis premios que cuentan para el futuro -mejor película y mejor dirección- a Sin perdón, y uno más -mejor guión original- a Juego de lágrimas, que lo merece tanto como el gran perdedor Maridos y mujeres. Neil Jordan reinventa la emoción de la libertad y urde un relato elevado y muy sutil, pues juega con evidencias que a primera vista parecen toscas, pero que esconden -sin trucaje: con las cartas boca arriba- un delicado amor a los misterios del comportamiento.

Hace unos años, el barniz ornamental que sostiene la vaciedad de Howards end, hubiera convertido a esta película en vencedora. Han cambiado los tiempos y el culto y solvente cromo británico ha tenido que conformarse con el quinto de los grandes oscars: mejor interpretación femenina, que Emma Thompson se merece tanto como Michelle Pfeiffer por Love field y Judy Davis por Maridos y mujeres, pero no más. De ahí que esta discutible eleccion sea incontestable.

Contestable es, en cambio, el premio a la recreación que Al Pacino hace en Esencia de mujer del personaje creado por Vittorio Gassman en Profumo di donna. Nada que objetar al reconocimiento a un actor que ha superado su tendencia a las muecas prefabricadas y que, desde El padrino III, en un veloz proceso de maduración, destapó el tarro de las esencias. Pero este buen trabajo de Pacino no es ni sombra de las geniales composiciones de Joe Pesci en El ojo público y de Jack Lemmon en Glengarry Glen Ross, que, pese a ser con mucho los mejores intérpretes del año, ni siquiera fueron seleccionados. De ahí que la concesión del sexto gran Oscar estuviera viciada desde la raíz.

Zumo negro

Otro de los premios que (aunque se consideran de segunda fila) quedan en la memoria se lo llevó también Sin perdón, por obra del talento sin medida de Gene Hackman, al que llamar actor secundario parece un chiste: es de los pocos que abarrotan la pantalla en cuanto se meten en ella y que la vacían cuando salen. Gracias a él, Sin perdón redondea un triunfo que hace unos años sería inimaginable.

Inimaginable porque aparte de su perfección formal y del coraje con que vuelve a las fuentes más puras del viejo western- esta fascinante película, que está a la altura de las más grandes del periodo clásico de Hollywood, lleva dentro una visión demoledora e iluminada de las más oscuras interioridades de la vida en Estados Unidos, tal como ocurría en aquellos portentosos y hoy casi desconocidos filmes del Oeste en que se inspira: Incidente en Ox-Bow, Cielo amarillo, Winchester 73, Río Conchos y decenas más de westerns que, como sudan petróleo algunas secas piedras, extraen el zumo negro de un lenguaje que desvela el nacimiento de la patria americana como un mal parto.

Dice Eastwood: "Quise contar que, cuando un hombre mata a otro, ya no puede retroceder; pues la violencia, una vez desatada, le lleva a sus últimos límites. Y pienso que esto tiene que ver con lo que ha ocurrido estos últimos años en este país". Una vez más, como en aquellos westerns doloridos, corrosivos e indignados, el cine retrocede a los orígenes de EE UU en busca de una luz que le permita descifrar el sentido de los movimientos subterráneos de un país que ha convertido a la muerte violenta en una forma de vida.

La brutal dureza de Sin perdón es, por ello, una sacudida contra la violencia: la representación desde dentro de un vendaval destructor o, si se quiere, la representación ritual del mal como forma poética suprema de ahuyentarlo, que es el espíritu de la gran tradición westerniana. Un filme ascético, adulto: cine de siempre, cuyo encumbramiento honra a Hollywood.

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