Crítica:FESTIVAL DE OTOÑO / "LOS GATOS"

Injusticia mal reparada

No hay justicia para Gómez Arcos. Ahora estrena por casualidad, por un conjunto de azares, en el María Guerrero, del Centro Dramático Nacional; y, cuando sale a saludar, escamotean su pequeña figura -pero llamativa- entre la directora y el escenógrafo, le dejan detrás de todos, y no vuelve más, mientras se oyen gritos de entusiasmo para Héctor Alterio como primer actor: tan merecidos por su excelente interpretación; para Paco Casares, para todos. Lo importante, en cambio, es la obra: Los gatos. Escrita hace unos treinta años, mal estrenada -con censura: convertida en un mero tremendismo...

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No hay justicia para Gómez Arcos. Ahora estrena por casualidad, por un conjunto de azares, en el María Guerrero, del Centro Dramático Nacional; y, cuando sale a saludar, escamotean su pequeña figura -pero llamativa- entre la directora y el escenógrafo, le dejan detrás de todos, y no vuelve más, mientras se oyen gritos de entusiasmo para Héctor Alterio como primer actor: tan merecidos por su excelente interpretación; para Paco Casares, para todos. Lo importante, en cambio, es la obra: Los gatos. Escrita hace unos treinta años, mal estrenada -con censura: convertida en un mero tremendismo familiar de viejas trágicas y fanáticas, omitida su valoración de la Españota horrible, de la política franquista y la religión voraces-, apartado entonces hasta de las vanguardias, se fue al autoexilio de París, donde fue -y es- estimado como novelista. El posfranquismo le maltrató otra vez. El año pasado estrenó en la Olimpia Interview de Mrs Muerta Smith por sus fantasmas; una obra recia y acusadora, también antigua; gustó y desapareció rápidamente.Los gatos tiene ahora toda su dimensión, aunque sea por atrezzo, como un retrato de Franco -y fragmentos de su voz de guerra-, una banderota que cruza el foro de lado a lado, una virgen gigantesca: y porque la represión está presente. Las viejas fanáticas y represoras-reprimidas matan a la muchacha embarazada y la echan a los gatos que, como un infierno, están martirizados por ellas en el sótano. Es una obra trágico-bufa, con sus contrastes entre buenos y malos; bien trazada y dialogada, sin excesos ni omisiones. Acusadora, denunciante. Se encuentran reminiscencias del Lorca de Bernarda Alba y el Alberti de El adefesio, de esperpentos de Valle, de crueldades de Genet y de Artaud: para hace treinta años era un buen, un gran equipaje literario. Como se encuentran en el otro exiliado en Francia, Arrabal: puede que ese desgarramiento de lo feroz español les ayudase allí a una fama, como aquí les castigó, y les impulsó a la huida.

Los gatos

de Agustín Gómez Arcos (1963). Intérpretes: Héctor Alterio, Paco Casares, Concha Leza, Anabel Alonso, Ana Frau, Gabriela Flores, Joaquín Soriano. Escenografía y vestuario: Isidre-Prunes, Montse Amenós. Dirección: Carmen Portaceli. Festival de Otoño 1992. Teatro María Guerrero, 10 de noviembre.

La representación de las dos damas católicas por hombres, Paco Casares y Alterio, es también de la época, y se utilizó mucho en el teatro del posfranquismo, en su primer estallido, hasta para obras concebidas de manera distinta, como La casa de Bernarda Alba; con diversos resultados. Se decía entonces que era una forma de demostración de que la brutalidad no tenía sexo; más bien parecía que se le hurtaba al femenino esa condición que ha ejercido también en la historia: como protagonista o como, animadora. En esta obra tiene el alcance de añadir extrañeza a la situación, de situarla al margen de la realidad, aunque dentro de la realidad. Le añade un morbo, y mucha gente fue al estreno acuciada por él. Creo que la puedo ver fuera de todo morbo -aunque nunca sabe uno nada de sí mismo- y sí como un alarde de interpretación de Héctor Alterio, alucinante mujer de mediana edad, en quien el autor ha depositado el mayor número de efectos, y por Paco Casares. Su diálogo en escena queda como inolvidable, aunque aplaste el efectismo contrario de los adolescentes, cuidados- por el autor con demasiada ternura y no cuidados por la directora, como tampoco el personaje morbosillo de la niña comulgante, que podía haber crecido en el escenario.

La fecha de la obra la desfavorece. Parece una lanzada a moro muerto; sobre todo porque se ha convenido, de una manera también injusta, que esa represión ha terminado, cuando todos los días los sucesos de los periódicos, y los comentarios y las tendencias de algunos de ellos, los están reviviendo. Puede que actualizada hubiera tenido más fuerza que convertida en retro. No sé si Gómez Arcos escribe o no teatro actual; ni si su alejamiento francés -hizo bien en quedarse allí- le impide ver nuestro mundo español. Puede que sea su afán de venganza histórica el que le lleva a estrenar estas dos obras antiguas; la consigue, en cuanto se demuestra su valía. Gustó, fue aplaudida y reída. Pero no sé qué continuidad podrán tener obra y autor.

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