Tribuna

Su nombre es rock

Para mal o para bien, el rock entró con Dylan en la fase adulta. Al calor de sus discos, se descubría todo un arsenal de técnicas literarias (el monólogo interior, la escritura automática, todos los recursos de la poesía contemporánea) y argumentos; se saltaba del yo-te-quiero tú-me-quieres, a las filípicas más hirientes contra damas esquivas o desafortunados míster Jones, que no estaban al tanto de los nuevos tiempos cambiantes. Todos los chicos listos siguieron la pista, unos imitándole directamente y otros intentando ponerse a su altura: se puede rastrear su influencia hasta en las cancione...

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Para mal o para bien, el rock entró con Dylan en la fase adulta. Al calor de sus discos, se descubría todo un arsenal de técnicas literarias (el monólogo interior, la escritura automática, todos los recursos de la poesía contemporánea) y argumentos; se saltaba del yo-te-quiero tú-me-quieres, a las filípicas más hirientes contra damas esquivas o desafortunados míster Jones, que no estaban al tanto de los nuevos tiempos cambiantes. Todos los chicos listos siguieron la pista, unos imitándole directamente y otros intentando ponerse a su altura: se puede rastrear su influencia hasta en las canciones de los Beatles o los Rolling Stones.Ese Dylan, el de mediados de los sesenta, era un modelo inalcanzable. Editaba discos torrenciales, fantástica exuberancia verbal, mientras vivía con ritmo anfetamínico, un monarca del cool, parapetado tras gafas oscuras y una. lengua venenosa. Se estrelló, metafórica y motorizamente, en 1966, y se acabó aquel Lucifer del folk-rock. En su lugar, fueron surgiendo otros Bob Dylan: el austero reportero bíblico de John Wesley Harding, el propagandista de la vida sencilla y campestre, el matador de su propia leyenda que disfrutaba editando discos desgalichados (Selfportrait, fue sólo la primera de una recua de entregas deplorables). La cotización de Dylan descendió drásticamente, a pesar de que muchas de sus intuiciones fueran confirmadas posteriormente por el devenir de la contracultura.

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Cuando explosionó el punk en 1977, Dylan ni siquiera mereció el honor de ser denostado entre los dinosaurios de su generación: se hallaba en la periferia del rock, un viejo cascarrabias apto para su retiro en Las Vegas; cuando se recicló en fundamentalista de fuego y azufre, quedó definitivamente fuera de juego.

Pero el rock es una criatura ciclotímica, que oscila entre el amor y el odio por sus progenitores. Los insurgentes del punk, una vez superada la resaca de nihilismo, decidieron buscar certezas, y se toparon inevitablemente con Dylan. En los años ochenta, se grabaron más canciones de Dylan que en los sesenta y ascendieron unas superestrellas que tenían a Dylan como maestro: Springsteen, Knopfler, REM, Bono.

A ellos, y a los supervivientes de La Prodigiosa corresponde mantener fresco el legado: Dylan sigue en activo, pero sus visitas a los escenarios o sus raras entrevistas parecen perversamente calculadas para desintegrar los restos de su reputación. Inexplicables son los designios de los profetas eléctricos.

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