Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO

Distancias

La distancia será o no él olvido, que ahí los boleristas proponen y Dios dispone. Pero, en el toro, las distancias son justamente lo que no puede olvidarse; ni. por parte del aficionado ni por parte -mucho menos- del torero.La lidia es una escuela de vida, por la misma razón que la vida es una escuela de lidia: saber de distancias, saber dar la distancia, saber qué distancia piden las cosas, ahí está el busilis. Este asunto de las distancias es lo que hace de la lidia uno de, los quehaceres más eróticos de los que hay noticia.

Los tratadistas llevan siglos discutiendo sobre si lo verdad...

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La distancia será o no él olvido, que ahí los boleristas proponen y Dios dispone. Pero, en el toro, las distancias son justamente lo que no puede olvidarse; ni. por parte del aficionado ni por parte -mucho menos- del torero.La lidia es una escuela de vida, por la misma razón que la vida es una escuela de lidia: saber de distancias, saber dar la distancia, saber qué distancia piden las cosas, ahí está el busilis. Este asunto de las distancias es lo que hace de la lidia uno de, los quehaceres más eróticos de los que hay noticia.

Los tratadistas llevan siglos discutiendo sobre si lo verdaderamente femenino o masculino de la fiesta es el toro o el torero, y espanta ver cómo se esgrimen razones y qué tremendos sanedrines se forman al respecto. Porque esa masa brutota y oscura que es el toro parece, así, de buenas a primeras, encamar el más remacho de los tétemes; mientras que esotro figurín pizpireto y posturitas, de media rosicler y alamar floripondiado, podría ser comparado a una Paulova de peculiar tutú. Y, sin embargo, las cosas no están tan claras, porque de repente el mariposeador se transmuta en feroche guerrero y marca paquete y acaba por blandir acerote; en tanto que la mole cornalona embiste con cada vez más patente dulzura y graciosidad.

Y ese lío, ese trastrocarse las apariencias, proviene de que la faena se haya planteado en la distancia precisa. Asunto tan, tan dificil, que enteramente parece maña del diablo. Porque, ¿cómo es posible que dos seres vivos, y a lo que se ve diametralmente opuestos, lleguen a encontrarse, a reconocerse, a jugar con plena complicidad? No mintiera quien, en viéndolo, exclamase: ¡Milagro! Y, sin embargo, ocurre, y las gargantas estallan en olés.

El suceso resulta aún más digno de pasmo si se considera que tal conjunción de gracia y belleza no sólo brota de un efimero instante, sino que hasta puede ocurrir que el milagro se mantenga a lo largo de una, varias tandas, la faena toda. Ocurre muy poquitas veces, pero a veces. Y ocurre por encima de todas las dificultades: no sólo el viento, el calorazo, las ganas o la galbana de toro o torero: sino, sobre todo, por encima de la propia esencia cambiante de lo que llamamos distancias. Porque no hay garantía de que la distancia que en este pase se revela como correcta siga siéndolo al siguiente. Repárese humildemente en lo tremendo que es, en los amores, entender el tranco, fijar la embestida, embarcar el viaje, ligar los pases, evitar los calamocheos, crujir la cadera, abrochar lo maravillosamente desabrochado y desacatado, dar salida a lo que entró muy dentro. Y -suprema delicia- repetir. Eso es torear. Quien lo probó lo sabe.

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