Tribuna:

El control del gasto público

La mayor presión fiscal ha avivado el interés de la sociedad española por el gasto público. El artículista plantea en este texto cómo se debe mejorar el control de dicho gasto. Quién va a controlar y cómo se va a hacer.

Diversos incidentes surgidos durante los últimos meses, y bien conocidos de todos, han avivado el interés por el control del gasto público. Existe una cierta sensación de que el gasto público no se utiliza con el cuidado y eficacia que debiera. Bien es cierto que esta misma sensación ha existido en otros momentos pretéritos -no sé si con mayor o menor intensidad-, pero l...

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La mayor presión fiscal ha avivado el interés de la sociedad española por el gasto público. El artículista plantea en este texto cómo se debe mejorar el control de dicho gasto. Quién va a controlar y cómo se va a hacer.

Diversos incidentes surgidos durante los últimos meses, y bien conocidos de todos, han avivado el interés por el control del gasto público. Existe una cierta sensación de que el gasto público no se utiliza con el cuidado y eficacia que debiera. Bien es cierto que esta misma sensación ha existido en otros momentos pretéritos -no sé si con mayor o menor intensidad-, pero la sensibilización en este momento es probablemente mayor, en parte, porque se espera más de un régimen de libertades; pero, en gran parte también, porque en estos momentos la presión fiscal es mucho más alta que ha sido nunca y esto no puede suceder sin consecuencias.Un conocido hacendista solía decir que el interés por los problemas que estudia la sociología financiera sólo aparece a partir de un determinado nivel de presión fiscal. Posiblemente, otro tanto ocurra con las exigencias de control del gasto público. Si el Estado redujese sus pretensiones a los viejos diezmos eclesiásticos, seguramente nadie se fijaría demasiado en el destino dado a los recursos. Sin embargo, cuando la presión fiscal supera el 40%, y además este nivel se ha alcanzado en un tiempo relativamente corto, es natural que la irritación que ello produce a mucha gente, en particular a quienes no pueden sustraerse de sus obligaciones tributarias, se traduzca en demandas de mayor austeridad pública. Siempre hay que justificar el uso de los recursos públicos utilizados, pero, no cabe duda que, a partir de determinados niveles de gasto, asignar una peseta más a usos públicos requiere una detenida justificación. Sólo así, siendo cuidadosos, se podrá evitar el desprestigio de lo público.

Por tanto, aunque a cualquier Gobierno le gustaría -por más que públicamente lo pueda negar- conseguir que todo el mundo pagase sus impuestos y que nadie pidiese razón del destino dado a aquellos recursos, hay que admitir que se trata de una situación poco probable; es más, sería una situación inestable.

Cuando existe una elevada presión fiscal como sucede en toda Europa, o se avanza en la construcción de la hacienda y se garantiza un riguroso control del gasto público, o se retrocede y aumenta la evasión fiscal. Y ese es el punto donde nos hallamos. Supuesto que el camino decidido sea mejorar el control del gasto público, la siguiente cuestión consiste en decidir la forma de hacerlo. Quién va a controlar y cómo va a hacerse, son cuestiones importantes que merecen de la reflexión colectiva.

Para empezar, una primera observación. Cuando hablamos de control del gasto que, en definitiva, no es sino una forma de controlar al poder ejecutivo, nos estamos refiriendo a un control externo ejercido por alguien ajeno e independiente de dicho poder. Un control, por tanto, que sólo puede ejercerse desde el Parlamento. No nos referimos, pues, a la Intervención General de la Administración del Estado que es un control interno, un órgano de la propia Administración, y como tal sometido también al control externo. Por consiguiente, sólo del control que puede ejercer el Parlamento cabe esperar la presión que necesita el Ejecutivo para comportarse eficazmente.

Ahora bien, dado que los Gobiernos gozan por definición del apoyo parlamentario -a veces, incluso con mayorías absolutas-, no es fácil que esas mayorías sean proclives a ejercer un control regular y sistemático, es pecialmente cuando, como sucede en nuestro caso, los ministros son responsables no sólo de las políticas que emprenden sino, asimismo, del funcionamiento del aparato administrativo cuya jefatura ostentan, pues cualquier crítica al funcionamiento de ese aparato corre el riesgo de acabar convirtiéndose en una crítica política al ministro responsable del ramo. No será extraño, por tanto, que para evitar tales críticas, los ministros propendan a ocultar las deficiencias de la Administración que dirigen antes que a afrontar su corrección.

Para evitar estas situaciones y devolver al control parlamentario sus posibilidades se han barajado diversas alternativas que, sin embargo, sólo pueden funcionar si se reconocen como parte del acuerdo constitucional, es decir, si se admite por todos que un deficiente control externo de la actividad pública constituye una cuestión grave que afecta a una parte esencial del sistema democratico.

Una alternativa para conseguir un control parlamentario más satisfactorio consistiría en que fuese exclusivamente la oposición la responsable de instrumentar dicho control, sin perjuicio de que los resultados se analicen y debatan después en el pleno de la Cámara.

Contando con los medios precisos -de los que hoy se carece-, parece evidente que el interés por ejercer un buen control será siempre mayor por parte de la oposición parlamentaria que del sector que apoya al Gobierno. Asimismo, al institucionalizar el mecanismo se le desprovee de tintes dramáticos y sensacionalistas y, desde luego, su simple existencia actuaría como potente estímulo para un comportamiento más eficaz por parte del Ejecutivo.

En lo referente al cómo, una posibilidad interesante consistiría en diferenciar, en lo posible, Gobierno y Administración, rigiéndose uno y otra por diferentes criterios. El Gobierno es el organo político, y como tal define los objetivos y las acciones para alcanzarlos, y se le juzga políticamente por ello. La Administración, en cambio, es un aparato profesional que se limita a instrumentar las políticas diseñadas por el Gobierno, y se le juzga por el grado de eficacia con que las lleva a cabo.

Aunque la Administración, como es obvio, está al servicio del Gobierno, sus responsabilidades, así como los responsables, son distintos y se le puede juzgar al margen de la valoración política que pueda hacerse sobre el ministro del ramo que, al dejar de corresponderle la jefatura administrativa, dejaría de tener interés en encubrir las posibles deficiencias en el funcionamiento de los servicios públicos.

La reforma administrativa

Ahora bien, es evidente que un planteamiento de las relaciones Gobierno-Administración del tipo indicado, apareja igualmente cambios en las formas y en las técnicas del control parlamentario, pues en otro caso se corre el riesgo de acabar creando simplemente núcleos de poder situados al margen de los controles democráticos. Este tipo de organización, de la que existen ejemplos en otros países, concuerda mejor con controles ex-pos capaces de medir la eficacia y economicidad con que funciona un aparato productor de servicios públicos que con controles previos de tipo formal. Y, concuerda también mejor con planteamientos en la financiación pública más favorables al uso de precios y tasas y, sobre todo, separando claramente el coste de las decisiones políticas de forma que resulte posible aislar el impacto de éstas de los puros costes de ineficacia.

Creo, realmente, que es alrededor de estos problemas como la Administración debería plantearse su reforma. Es desde la matriz del presupuesto y del control presupuestario como tiene sentido ordenar los instrumentos administrativos y, desde luego, será imposible que esto ocurra si no existe un potente control parlamentario. Si un ministro, como responsable de su Administración, no hace nada, rara vez le acusarán de algo por ello. En cambio, si se enzarza en una reforma de su departamento, no le dejarán de llover los problemas. ¿No es natural, entonces, que se quede quieto?

es economista

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