Tribuna:

Los dos capitalismos

La caída del socialismo real se produjo a una velocidad tan inusitada que halló desprevenido a todo el mundo: a las izquierdas en primer término, pero también a las derechas, que no podían creeer en esa milagrosa victoria por walk over. A estas últimas, empero, la consiguiente euforia les ha hecho prescindir de ciertas cautelas que algunos de sus líderes históricos (digamos Churchill, De Gaulle) no descuidaban a la hora de convencer a la opinión pública internacional de la sólida o frágil bondad de sus intenciones. Hoy, en cambio, Bush le disputa al papa Wojtia el privilegio de la infal...

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La caída del socialismo real se produjo a una velocidad tan inusitada que halló desprevenido a todo el mundo: a las izquierdas en primer término, pero también a las derechas, que no podían creeer en esa milagrosa victoria por walk over. A estas últimas, empero, la consiguiente euforia les ha hecho prescindir de ciertas cautelas que algunos de sus líderes históricos (digamos Churchill, De Gaulle) no descuidaban a la hora de convencer a la opinión pública internacional de la sólida o frágil bondad de sus intenciones. Hoy, en cambio, Bush le disputa al papa Wojtia el privilegio de la infalibilidad, y si a comienzos del siglo V san Agustín hizo famosa su frase.: "Roma ha hablado, la discusión ha terminado", en las postrimerías del XX, y a partir de la guerra del Golfo, los socios de la OTAN saben (aunque el pundonor comarcal les impida admitirlo) que donde antes se leía Roma, ahora debe leerse el Pentágono.Es cierto que el socialismo real fracasó en Europa, pero es no menos cierto que en América Latina lo que ha fracasado es el capitalismo real. Salvo Cuba, con su socialismo bloqueado, o Nicaragua, con su revolución invadida, los países latinoamericanos no se han atrevido siquiera a insinuar una alternativa al capitalismo salvaje de Estados Unidos. O sea, que desde mucho antes de la caída del muro de Berlín, el capitalismo norteamericano ha sido y sigue siendo el paradigma impuesto, la fórmula dominante en la región.

Por tanto, en América Latina no es necesaria una glasnost para comprobar que, debido a la aplicación masiva de esa receta autoritaria y excluyente, los resultados han sido más bien miserables. Sin embargo, no cabe responsabilizar al marxismo de secuelas sociales tan poco alentadoras como las poblaciones marginales (favelas, callampas, villas miseria, cantegriles, etcétera), los altos índices de mortalidad infantil, la deficiente atención a la salud pública, los secuestros y asesinatos de niños mendigos, el creciente abismo entre los acaudalados y los menesterosos, las trágicas derivaciones del apoyo económico y logístico de Washington a las (Reagan dixit) "dictaduras amigas", las decenas de miles de desaparecidos, las invasiones aún no concluidas de Granada y Panamá, la espeluznante deuda externa y sus leoninos intereses, la degradación ambiental y el estrago del pulmón amazónico. No fue ningún émulo de Ceausescu. o Honecker quien los arrastró a esas desgracias o mezquindades; más bien han sido el capitalismo y sus filiales, a través de la implacabilidad económica y el insolidario pragmatismo. Si la Europa del Este fue el espejo (hoy roto en mil pedazos) del socialismo real, la dependiente y sojuzgada América Latina es el vidrio azogado que indeliberadamente refleja la índole del capitalismo real.

Hace pocas semanas apareció en Francia un libro del economista y sociólogo Michel Albert, Capitalisme contre capitalisme (Éditions du Seuil, París, 1991), que ya está provocando encarnizadas polémicas. Conviene aclarar que Albert no es un hombre de izquierda; tras la lectura del libro, no quedan dudas de que su opción es el capitalismo. ¿Pero cuál? Para este autor hay dos capitalismos que en los próximos años van a protagonizar un implacable enfrentamiento; el modelo neonorteamericano, basado en el éxito individual, la ganancia financiera a corto plazo; y lo que él denomina el modelo renano (practicado en Alemania, Suiza, el Benelux y el norte de Europa, y también, con algunas variantes, en Japón), que da prioridad al éxito colectivo, el consenso y el objetivo a largo plazo.

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Albert sugiere que el primer modelo se consolida en 1980, con la elección casi simultánea de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en EE UU, especialmente a través de este último, cuyo lema podría sintetizarse en "reforzar la competitividad de su economía mediante la pauperización del Estado", y sobre todo en "disminuir los impuestos a los ricos y aumentar los que afectan a los pobres". (Agreguemos que en varios países de América Latina, el sometimiento de las burguesías rectoras a la ecuación reaganista ha consistido en desgastar y deliberadamente averiar los organismos estatales para poder luego justificar ante la opinión pública la buscada privatización, con la consiguiente erosión de soberanía).

El economista francés denuncia con ardor (y con justicia) la falta de solidaridad social del modelo reaganiano: "EE UU ( ... ) considera las políticas de pleno empleo como un pecado contra el espíritu", y destaca queel único rubro en que se estimula la creación de nuevos puestos de trabajo es, reveladoramente, el que atañe a "policías privados y guardianes de cualquier índole". Su dictamen final se sintetiza así: "El modelo norteamericano sacrifica deliberadamente el futuro en beneficio del presente".

Ante esa turbadora perspectiva, Albert teme que lo que él llama eurosclerosis y europesimismo representen un caldo de cultivo para las tesis de Reagan-Thatcher y de sus aprovechados discípulos Bush-Major. Y puede que algo de razón le asista en su aprensión europea (digamos, en su euroalerta) cuando vemos a la Rusia de Yeltsin haciendo largas colas ante los McDonald's; a Lech Walesa convertido en portavoz de los Chicago Boys, o a la propia. España defendiendo a la querida eñe con más vigor que a Gibraltar.

Estos enfrentamientos y contradicciones entre los dos capitalismos pueden ser muy útiles como esclarecimiento, particularmente ahora, cuando los sectores progresistas del ancho orbe, todavía desconcertados por la eufórica y vertiginosa derechización mundial, aún no han diseñado ni una táctica ni una estrategia que contrarreste ese implacable empuje conservador. Como se sabe, una de las notorias debilidades de la izquierda ha sido siempre su desunión, su escaramuza interior. De modo que no estaría mal, pensando sobre todo en la salud ideológica de la humanidad, que las diversas derechas se sacaran sus trapos a relucir; no sólo nos ahorrarían trabajo, sino que pocos osarían descalificarlas, aunque sólo fuera por aquello de que entre fantasmas no se pisan la sábana.

No es improbable, sin embargo, que, como respuesta al documentado libro de Michel Albert, aparezca desde la trinchera neonorteamericana algún análisis crítico sobre el capitalismo renano, que, por ejemplo, ponga en evidencia sus tendencias xenófobas, sus leyes de

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Mario Benedetti es escritor uruguayo.

Los dos capitalismos

Viene de la página anteriorextranjería, sus rebrotes neonazis, sus claves de corrupción, su abandono de la solidaridad, su mixtificación consumista, sus topetazos de racismo, su soberbia primermundista, sus náuseas hacia el Tercer Mundo y otros rasgos que en diversos puntos de Europa pervierten la convivencia y ecuanimidad. Europa todavía no ha aprendido que la legítima paz es la aceptación del otro, y que en el caso del Viejo Continente esta verdad debe ser particularmente asumida, ya que Europa está literalmente rodeada de otros. Otros que pueden ser negros, magrebíes, sudacas, kurdos, albaneses, gitanos. Y también nordacas, ¿por qué no? Sólo que éstos no vienen en barcazas clandestinas, sino en legales bombarderos; no mendigando trabajo, sino exigiendo pleitesía.

Estos últimos tiempos es difícil estar al día con las opiniones de otro francés, Régis Debray, cuyas adhesiones y fobias políticas tienen más oscilaciones que la Bolsa; pero hace pocos días leí un texto suyo que me pareció interesante, aunque tal vez hoy mismo el propio Debray opine lo contrario: "Al ideal europeo de la izquierda progresista estadounidense se le ha adelantado la estadounización de la izquierda europea, que incorpora con entusiasmo las cruzadas exteriores de la Casa Blanca".

Ésa es, después de todo, una de las causas del pánico existencial de Michel Albert. Es obvio que el capitalismo II (o sea, el renano) tiene más en cuenta al ser humano como producto de su medio, su trama social, sus necesidades colectivas; pero todo esto referido casi exclusivamente al ciudadano local. Se echa en falta, sin embargo, una mínima extensión de esa comprensión y esa prodigalidad a los emigrantes que acuden a la Europa de sus sueños como asi dos a una última esperanza. No hace mucho, el sacerdote y teólogo suizo Hans Küng, a quien el Vaticano retiró la venia docente por cuestionar la infalibilidad del Papa, acuñó una frase que excede lo religioso: "No hay un Dios nacional, sino del mundo". Curiosamente, los más xenófobos, los más racistas del mundo occidental, suelen cobijarse en la fe, pero me atrevo a dudar de que la fe autorice a dividir la humanidad en prójimos de primera y prójimos de segunda. Por lo pronto, no hablaría muy bien del capitalismo II si con los escombros del muro de Berlín se empezara a levantar un muro de Europa que precisamente dejara fuera a los prójimos de segunda.

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