Tribuna:

¿Qué me pasa, doctor?

Comprendo que los pensadores actuales tienen que ocuparse de las cuestiones realmente edificantes: indagar si Marx aún puede servir de guía político y moral a nuestro siglo o debe ser considerado un enemigo de la humanidad (¿se imaginan ese mismo dilema aplicado en el siglo XIX a Montesquieu, por ejemplo?); certificar el fracaso de la razón occidental por haber hecho demasiado el Golfo y proponer por remedio la vuelta cautelosa a lo religioso; dilucidar si Heidegger fue nazi toda su vida o sólo los 15 minutos de rigor, según Andy Warhol; resolver si el nuevo orden mundial consiste en qu...

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Comprendo que los pensadores actuales tienen que ocuparse de las cuestiones realmente edificantes: indagar si Marx aún puede servir de guía político y moral a nuestro siglo o debe ser considerado un enemigo de la humanidad (¿se imaginan ese mismo dilema aplicado en el siglo XIX a Montesquieu, por ejemplo?); certificar el fracaso de la razón occidental por haber hecho demasiado el Golfo y proponer por remedio la vuelta cautelosa a lo religioso; dilucidar si Heidegger fue nazi toda su vida o sólo los 15 minutos de rigor, según Andy Warhol; resolver si el nuevo orden mundial consiste en que se nos ordena el desorden o que se nos desordenan las órdenes; etcétera... Lamento que tan señeras ocupaciones intelectuales apenas dejen tiempo para reflexiones más humildes, como, por ejemplo, la deriva inquietante que viene sufriendo el concepto de enfermedad en las últimas décadas. Fotucault planteó con fuerza y perspicacia el tema, pero el asunto no ha ido mucho más allá, quizá porque del pensamiento de Fotucault sólo parecen haber tenido progenie las obviedades y los errores.¿Qué es enfermedad? Antes solía ser padecer molestias orgánicas, pero últimamente equivale a causar molestias sociales. Este verano fui alarmado con la siguiente noticia: "Sólo el 1% de los mirones y exhibicionistas que hacen su agosto en playas y piscinas recibe tratamiento psicológico, ya que en pocos casos se consideran enfermos, y los que se reconocen como tales, tratan de ocultarlo, según fuentes de la Sociedad Sexológica de Madrid". El asunto, imagínense, me interesa personalmente. La ausencia de ofertas contundentes me veda la pertenencia al club de los exhibicionistas, pero del de mirones aún no he pedido la baja, aunque lo corto de mi vista convierta mi caso en un desplante semisuicida. ¿Debería pedir tratamiento psicológico, junto al 1 %más clínicamente concienciado de mis colegas? ¿O será, cielos, que trato de ocultar mi enfermedad..., quizá incluso a mí mismo? Grave asunto.

¿Estamos enfermos los mirones y exhibicionistas? (¡Qué caramba, mirones y exhibicionistas méme combat!). ¿Debe entenderse por enfermedad que a uno no le funcione debidamente algún órgano, o que uno mismo no funcione debidamente como está organizado? Admito sin esfuerzo que ciertos mirones y ciertos exhibicionistas pueden conculcar legítimos derechos ajenos (a la intimidad, al pudor, etcétera), pero eso les convierte en delincuentes, no en enfermos. ¿Acaso - son enfermos todos los bribones, todos los que abusan de sus vecinos? ¿Está enfermo todo aquel cuya conducta desaprueban los demás, con mejores o peores razones? También durante el verano saltó a la palestra la hipótesis de que la homosexualidad pueda tener causas biológicas. Muchos colectivos gays se encresparon y los científistas les hicieron reproches: pero si se trata de una simple constatación fisiológica, que no encierra valoraciones... ¡Nanay! Cualquier pretensión de basar en la compulsión de alteraciones físicas comportamientos socialmente tenidos por viciosos debe ser mirada con alarmado recelo en este siglo culpable de galardonar con el Premio Nobel de Medicina al criminal que inventó la lobotomía. El tono con que algunos jueces hablan de "instintos desviados" al formular sentencias contra un homosexual se complementaría muy bien con la puesta a punto de terapias clínicas de choque contra estas malformaciones. No habría nada moral ni penal en el asunto, desde luego: puro afán de curar... Y vamos del sexo con receta médica a la muerte por prescripción facultativa. En la polémica reciente en tomo a la eutanasia, con motivo del referéndum de Washington, desde la óptica progresista se ha hecho hincapié en el derecho a no seguir viviendo contra la propia voluntad, en condiciones que uno tiene por intolerables. Nada que objetar a este principal o, basado en el auténtico amor a la vida y sin el cual ésta se degrada a esclavitud abyecta. Sin embargo, hay también en el planteamiento del asunto una flagrante hipermedicalización: la muerte (como el sexo, según veiamos antes) pasa de ser territorio administrado por el clero a colonia de la medicina. ¿Por qué hablar de eutanasia y no sencillamente de suicidio? ¿Por qué reducir las causas lícitas de autosupresión a las derivadas de enfermedades irreversibles? ¿Es que uno no puede saber si su propia vida merece o no la pena hasta recibir el correspondiente certificado médico de inutilidad total? ¿Por qué han de ser los médicos los únicos autorizados a ayudar a la persona en ese trance? ¿No puede ser un amigo, un pariente, un amante, siempre que la voluntad libre del sujeto quede suficientemente constatada? En este punto no dejan de tener razón los médicos que no quieren cargar con el muerto. Más directa, en cambio, me parece su responsabilidad en el secuestro de sustancias paliativas del dolor, que hoy, con la histeria persecutoria contra las drogas, se reservan exclusivamente para casos terminales..., y con mil prevenciones puritanas.

Y así llegamos al tema de las drogas otra vez. La flagrante imbecilidad de las medidas recomendadas en el proyecto de ley del PP ha movido a muchos a tomárselas a broma. Pero no olvidemos el propósito tiránico que subyace a tanta ridiculez. Se concibe explícitamente al aparato estatal como el encargado, no ya de ayudar a cada cual en el mantenimiento de su salud, sino de imponerla por las buenas o por las malas. En cuanto se determina que el enfermo ha perdido su libertad moral, el paso siguiente es suspenderle provisional o definitivamente de sus derechos civiles. Si las medidas propuestas por el PP se hubiesen justificado en base a las subversivas ideas políticas o a la inferioridad racial de los concernidos, todos hubiésemos gritado contra este paternalismo neonazi; como se apoyan en la enfermedad de la droga, nos basta con risitas más o menos azoradas. Después de todo, estamos acostumbrados a oír que es mejor tratar a los drogadictos como enfermos que como delincuentes. Y de su enfermedad, naturalmente, no tienen la culpa ellos, sino la sociedad, los narcotraficantes, el Gobierno, la naturaleza, o lo que sea. Sin embargo, este bálsamo de irresponsabilidad no es tan inocuo como parece: el pecado se convierte en enfermedad, pero justo en la medida en que la enfermedad es reconocida como el verdadero pecado social, el que autoriza las más drásticas intervenciones en la vida del paciente. ¿Es más progresista considerar a los usuarios de drogas -o a los homosexuales- como casos clínicos en vez de como casos penales? ¿Es peor, o mejor, el método Corcuera que el método Aznar? Imaginemos que en la época estalinista se le hubiera preguntado a un disidente político ruso. si consideraba más humanitario ser encerrado en un. sanatorio psiquiátrico en lugar de en el Gulag. Quizá hubiese respondido que no ya lo humanitario, sino lo único dignamente humano, era reconocerle sus derechos y dejarle en libertad. Al pronunciar esta última palabra firmaría su condena como peligro público y loco peligroso. Le harían luego de todo, aunque, cómo no, siempre por su bien.

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Fernando Savater es catedrático de Ética de la universidad del País Vasco.

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