Tribuna:

En la bodega

A mí me gusta el vino lo mismo que a otras personas les gustan los caballos. Es una afición que no se ciñe únicamente a la bebida, lo mismo que la afición a los caballos no consiste solamente en el placer de montar. A quienes les gustan los caballos les gusta el olor a cuadra, ese aroma algo picante, acre, en cierto modo exaltante, como si de las yeguas emanará un perfume afrodisiaco. que activara el hipotálamo del buen aficionado, que sólo a duras penas se contiene de ponerse a relinchar. Del mismo modo a mí me gusta el aroma de bodega. Es una plenitud que no comparo con la del sibarita o con...

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A mí me gusta el vino lo mismo que a otras personas les gustan los caballos. Es una afición que no se ciñe únicamente a la bebida, lo mismo que la afición a los caballos no consiste solamente en el placer de montar. A quienes les gustan los caballos les gusta el olor a cuadra, ese aroma algo picante, acre, en cierto modo exaltante, como si de las yeguas emanará un perfume afrodisiaco. que activara el hipotálamo del buen aficionado, que sólo a duras penas se contiene de ponerse a relinchar. Del mismo modo a mí me gusta el aroma de bodega. Es una plenitud que no comparo con la del sibarita o con la del buen catador. La bodega huele a vino con pocos adjetivos. Son las cuadras del vino. Aun en el silencio donde gotea un grifo y resuenan unos pasos se tiene la impresión de que en el fondo lejano se oye cantar a los intemporales borrachos de Velázquez. El suelo de cemento alcanza un suntuoso color cardenalicio. Los brazos de los hombres son de púrpura y velludos. Los chorretones de moho florido fosforecen en la oscuridad (ciertas bacterias que habitan las grietas más ocultas segregan una sustancia pútrida, de un verde luminoso, verde pituitaria, que lleva el nombre infernal y químico de luciferina). La bodega avanza hacia el lugar más sagrado. Como en el corazón de una central atómica, en las cubas de acero inoxidable fermenta el mosto. Se oye un rumor eléctrico. En es tos tiempos revueltos, el lugar más sensato parece ser una bodega, pero me viene a la memoria aquella metáfora grandiosa. Siempre puede producirse una explosión en el sagrario que reduzca a pedazos toda la catedral. (A los aficionados a los caballos les diré que comprendo su temor a los incendios. Nada puede igualar la espantosa visión de los caballos abrasados tirando de la anilla que sujeta el ronzal. En la bodega no hay catástrofes tan visuales y violentas. La catástrofe, me dice el bodeguero, es un pedrisco en septiembre, como sufrieron en La Rioja Alta el día 11 de ese mes a mediodía. Puede ocurrir que el cadáver de una rata obture las tuberías en un trasiego, pero eso no puede considerarse como una catástrofe, sino que, desde el punto de vista de la botella numerada en mesa con mantel, 10.000 litros de vino gozarán de un indefinido y carnoso buqué).Un hombre esperaba en la penumbra. Era un tripolari de concurso, con metío y medio, a ojo, de circunferencia en la barriga, finalista en la fiesta local frente a una competencia de veintitantas barrigas procedentes de siete partidos judiciales, según se me informó en voz baja, respetuosamente. El hombre voluminoso abrió la boca con voz de oráculo: ."A mí el médico me ha dicho que sólo beba vino bueno, que no beba vino malo porque me sienta mal".

Cerré la boca la esfinge apoplética, y por delante de su circunferencia llevó unas manos, sorprendentemente minúsculas, a unos minúsculos bolsillos del pantalón. La gracia era ritual, pero todos rieron. A mí me dio, una risa breve, de hombre de ciudad. Uno de aquellos hombres reía y relinchaba. Vuelvo a lo del principio. Entre bodegas y cuadras de, caballos existe, siempre algún tipo de complicidad.

Salieron aquel día de la embotelladora las primeras botellas del 90, vino todavía con el fato del carbónico, modesto, algoicubierto, y aquí sí que faltan,adjetivos de los que un degustador profesional podría dar. A mí me supo a vino de bodega. El calificativo es corto, pero define exactamente, un sentimiento, un ámbito, una penumbra fresca, un bienestar. Al trasluz, el vino, se agitaba, sin ser del todo vino. Le brotaban agujas naturales, centelleaban los cascos. como en un potro inquieto, impaciente por lanzarse a galopar.Una míano laboriosa cortaba taquitos de queso. La situación parecía un refrán.

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Abrió de nuevo la boda el tripolari y emitió un gorgoteo. Luego escupió, con una proyección certera, un chorrito de vino, que alcanzó el piso de cemento formando una estrella de buen augurio. ¿Podría interpretarse en esa estrella la evolución del mercado del vino como se interpreta el futuro en los posos del café? Dos hombres más escupieron, escupió el bodeguero, escupí yo. El cemento recogía nuestras flores cárdenas, las empapabajas sometía a su vez, a degustación. El cemento de bodega atesora el terciopelo de muchos vinos catados y los escupidos lo mismo que el empedrado de las cuadras adquiere un brillo satinado con los excrementos de muchas generaciones de caballos. El cemento huele a vinazo, y los guijarros de las cuadras huelen a noble digestión. El segundo trago de vino que bailaba en el vaso todos nos le bebimos. Circularon los taquitos de queso.. Hubo gruñidos satisfechos, que en lenguaje de bodega sustituyen a cualquier amena conversación.

¿Qué hacía yo allí? Resucitar a mi padre y a mi abuelo, que fueron gentes de bodega. Recordaba una afición, su preferencia por los tintos de San Vicente de la Sonsíerra, y por mi memoria infantil cruzó una pareja de galgos, Veloz y Flecha, los perros de mi padre, que venían criados de los campos de trigales de la parte de Castrojeriz. Fue muy breve, por veloz, el galope fantasmal de los galgos por mi espíritu, y volví al vino. El bodeguero abría otra botella, servía otra ronda, para gozar de otro modo el vino (cómo el jinete que después de palpar las nalgas, acariciar el belfo y perder la mano en la crin decide, montar a caballo). La mano caritativa había cortado más queso, y en su magnificencia iba aña diendo al plato taquitos oscu ros de jamón. Aquello fiarecia un refrán multiplicado Vino, jamón y queso deben rimar en algún proverbio simple y salu dable. Pero allí no se dijeron proverbios. Se alabó el queso, se alabó el jamón y se gozó del vino. Alguien sacó del bolsillo de la chaqueta un transistor. La noticias, en aquel aparato de poca monta, resultaban incomprensibles. Las interferencia! venían de las cubas de acero inoxidable donde fermentaba el mosto. Los sucesos del mundo entero se retorcían en palabras torturadas imposibles dedescifrar. El planeta era un caos. El pequeño aparato, en el ámbito oscuro de la bodega, reflejaba aquella situación. Todos esperaban las noticias del tiempo, que llegaron súbitamente precedidas de una frase lacónica de excelente pronunciación: ..tiempo probable (parecía que el transistor hubiera recuperado el habla para fijar con toda claridad y detalle la borrasca del Cantábrico y el anticiclón de las Azores, como si se tratara de los valores más seguros o de comportamiento predictible en el flujo de los acontecimientos). En cuanto el hombre del tiempo terminó su parte volvió la confusión.

El tripolari quería volverse a casa. Nos contempló con sujeta de oráculo y manifestó: "He almorzado un plato de guindillas y ando algo revuelto". Imaginé el desorden gástrico en la barriga planetaria de aquel hombre, el complicado trajín de sus intestinos, y repentinamente tuve una intuición. Aquel hombre era el único que había comprendido el lenguaje indescifrable de la radio. Aquel ruido de vientre coincidía con la idea que uno se hace de los acontecimientos. Sus tripas eran el somatismo de un mundo alterado, la metáfora de una historia en expansión, pródiga en sucesos,y turbios embarazos. El oráculo era inconsciente de su papel de oráculo. Dejó el vaso de vino sobre una caja de embalaje: Desdeñó un taco de jamón. Salió a la puerta y soltó un pedo que pareció salirle por las orejas. Luego miró a derecha e izquierda y se marchó.

Manuel de Lepe es escritor

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