Dos originales y divertidas comedias mexicanas cierran una jornada latinoamericana

Dos comedias mexicanas -Danzón, dirigida por la debutante María Novaro, y La tarea, dirigida por el veterano Jaime Humberto Hermosillo- cerraron anoche entre ovaciones una jornada de la Seminci dedicada casi monográficamente al cine latinoamericano. Ambas, con la excelente actriz María Rojo como protagonista, son comedias tan vivas, originales y divertidas, que hacen aún más inexplicable y vergonzoso el vacío casi total que este elocuente cine de nuestra misma lengua obtiene en nuestras mudas carteleras cinematográficas habituales.

Ambas comedias tienen como protagonista a María Rojo, u...

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Dos comedias mexicanas -Danzón, dirigida por la debutante María Novaro, y La tarea, dirigida por el veterano Jaime Humberto Hermosillo- cerraron anoche entre ovaciones una jornada de la Seminci dedicada casi monográficamente al cine latinoamericano. Ambas, con la excelente actriz María Rojo como protagonista, son comedias tan vivas, originales y divertidas, que hacen aún más inexplicable y vergonzoso el vacío casi total que este elocuente cine de nuestra misma lengua obtiene en nuestras mudas carteleras cinematográficas habituales.

Ambas comedias tienen como protagonista a María Rojo, una actriz tan experta y de tan excepcional talento que, cuando las películas comienzan, parece una mujer cuya belleza, pese a ser singular, puede pasar inadvertida; pero que a medida que su actuación avanza, ésa su belleza crece y llena progresivamente la pantalla hasta hacerla finalmente suya. Tiene María Rojo, como todas las grandes de su oficio, el don de la transfiguración.

Danzón, primero y más que prometedor largometraje de María Novaro, es una pequeña maravilla de cine ingenuo y luminoso: un cuento de amor arrabalero situado en el borde del cuento de hadas. Hay dentro de él un encanto difícil de definir, pues crea incesantemente un espacio o un clima amable, difuso y pegadizo que genera bienestar y comodidad en el espectador, que no tiene que esforzarse contra una pantalla en la que no hay rastro del menor esfuerzo, sino que se deja arrastrar sin ninguna resistencia por ella.

Pegadas en la memoria van quedando, a medida que la película transcurre, las primorosas miniaturas que los intérpretes y la directora bordan en un ir y venir incesante de personajes que se echan de menos en cuanto dejan de verse. Todos estos personajes están interrelacionados y vertebrados por la presencia, por fortuna casi ininterrumpida, de María Rojo, que absorbe con maestría estas gracias fugaces y las añade como una esponja a la suya propia, en esta mínima y grande película de mujeres, de sentimentalismos, de cutres bailongos, de viejos boleros, de prostíbulos de novelón y de pasiones sonrientes y casi susurradas. Ningún exceso, ningún rastro de brocha gorda: todo es mesura en este elegante ejercicio de poesía sobre lugares comunes, convertidos así en lugares insólitos.

La tarea es menos y, paradójicamente, más que todo esto. Menos porque, en las antípodas del miniaturismo, Hermosillo hace un alarde de originalidad de brocha gorda: tan sólo dos posiciones de la cámara para 85 minutos de tiempo real, simultáneo al del espectador, convertido por tanto en mirón, pues Hermosillo convierte la pantalla en el ojo de la cerradura de una alcoba.

Y más porque tras el ojoagujero vemos un asunto muy simple desde una óptica que de repente se revela muy compleja: una mujer y un hombre representan integralmente -desde los prolegómenos a las postrimerías, todo incluido, e insistimos en tiempo simultáneo al del espectador- el ritual, también con brocha gorda, de un polvo a calzón quitado, convertido en comedia, en parábola y finalmente en metáfora.

Nada, por tanto, que ver con la pornografía -que lo solemniza, enturbia y abisma- este ejercicio del sexo, abierto de par en par a la carcajada. El milagro que hay dentro de esta osadía es evidente: atrapados en un férreo corsé formal -volvemos a insistir: un solo encuadre de 85 minutos en tiempo real-, Hermosillo, María Rojo y José Alonso crean libertad desde su encerrona.

El cine latinoamericano llenó ayer la Seminci: detrás de estos dos divertidos filmes quedó una formidable antología del cine latinoamericano de todos los tiempos, el gran desconocido en España: y quedó el anuncio del rodaje inmediato de siete largometrajes basados en la trilogía de Eduardo Galeano La edad del fuego, que, producidos por Luis Megino, serán realizados por seis cineastas del otro lado del Atlántico y por el español Gutiérrez Aragón. Pero no basta con este anuncio, por alentador que sea: el mejor cine de nuestro idioma no llega casi nunca a España, y esto es -porque habladas en español hay maravillas cinematográficas por nosotros ignoradas- suicida. La antología de cine latinoamericano organizada por la Seminci reúne una veintena larga de obras excelentes y algunas magistrales, habladas en todas las gamas de la inmensa y apasionante variedad del idioma castellano, probablemente el más rico en este sentido del planeta. Y todas ellas son, en España, que es donde más deberían repercutir, un vacío y un olvido vergonzoso e irreparable. La Seminci las ha convocado para que sean vistas por un puñado de españoles, Como signo es suficiente. Pero como invitación nos tememos que sea un signo inútil. La sordera del español ante su idioma continuará.

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