Crítica:ARTE

El eslabón perdido de la vanguardia europea

Pocos vanguardistas europeos de posguerra merecen hoy una revisión crítica como el italiano Piero Manzoni (Soncino, 1933-Milán, 1963), porque pocos, en efecto, ha habido con más fecundas consecuencias a partir de una sorprendentemente breve actividad creadora, cuyo periodo álgido de intensidad e interés puede situarse entre 1955 y 1963, menos de una década. En cualquier caso, aunque la exposición que ahora se exhibe en La Caixa es formalmente una retrospectiva, seria y sistemática mente elaborada a través de 134 obras -como corresponde hacerlo al que ha sido su comisario internacional, el ya f...

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Pocos vanguardistas europeos de posguerra merecen hoy una revisión crítica como el italiano Piero Manzoni (Soncino, 1933-Milán, 1963), porque pocos, en efecto, ha habido con más fecundas consecuencias a partir de una sorprendentemente breve actividad creadora, cuyo periodo álgido de intensidad e interés puede situarse entre 1955 y 1963, menos de una década. En cualquier caso, aunque la exposición que ahora se exhibe en La Caixa es formalmente una retrospectiva, seria y sistemática mente elaborada a través de 134 obras -como corresponde hacerlo al que ha sido su comisario internacional, el ya familiar entre nosotros Germano Celant, cuya autoridad en la materia está acreditada por haber sido el autor del catálogo crítico de la obra de Manzoni, publicado en 1975- obsérvese que antes me he referido a la oportunidad de una revisión crítica desde hoy más que simplemente a la celebración de una retrospectiva, porque no creo que el problema fundamental de este vanguardista sea simplemente el de dedicar le un homenaje póstumo, sino en llevar a cabo una reflexión actualizadora de una obra inquietante porque sigue viva.

Piero Manzoni (1933-1963)

Sala de Exposiciones de la Fundación La Caixa. Serrano, 60, Madrid. Hasta el 15 de diciembre de 1991.

Dentro de la fatal estereotipación con la que nos movemos en la cultura de masas, hay que comenzar señalando la confusión organizada a costa de Manzoni, un refinado, complejo y provocador artista, que -vollens nollens- ha terminado siendo, a ojos de la mayoría, simplemente el pedestre envasador de mierda de artista. La parte por el todo, la abrumadora fuerza de lo espectacular noticiable es capaz de reducir a cenizas hasta el propio significado de una obra descontextualizada. Quiero decir que no solamente es ridículo reducir la presencia histórica de Manzoni al escándalo de sus latas fecales, sino que es la única manera de ni siquiera poder realmente comprenderlas, entre otras cosas porque lo que fueron, y sobre todo son, apenas tiene que ver con lo escandaloso.

Neodadaísmo y arte 'povera'

Sea como sea, para explicarlo, una muestra como la actual, que nos visita tras exhibirse en París y Copenhague y antes de que pueda ser contemplada en el turinés Castello di Rivoli, vale más que mil palabras. En ella, por lo pronto, está contenida una trayectoria de quien, partiendo de las propuestas más radicales del espacialismo de Fontana, dio pasos precursores decisivos hacia el neodadaísmo, el arte povera y otras tendencias de las vanguardias de los cincuenta y sesenta. Manzoni fue, en cierta manera, el eslabón perdido de la identidad vanguardista europea de las últimas décadas, una identidad ella misma perdida hasta hace poco, pues era difícil siquiera evocarla en medio de tantos fantasmas y complejos. En este sentido, quien recuerde la lectura histórica sobre la específica identidad de la vanguardia italiana que planteó entre nosotros el propio Celant, a través de esa macromuestra titulada Memoria del futuro. Arte italiano desde las primeras vanguardias a la posguerra (MNCARS de Madrid, octubre-diciembre de 1990) tendrá presente ese final de la memoria planteado como futuro con que se cerraba-abría la susodicha exposición, articulado a través de algunas de las piezas más significativas de Manzoni.

Pero ¿por qué iba a corresponderle precisamente a Manzoni este papel de gozne entre dos épocas que eran, en realidad, dos mundos? ¿No estaban antes que él, o junto a él, artistas de la talla del propio Fontana, Burri, Vedova, Lo Savio? Pues porque quizá fue el único que, oponiendo más radicalmente memoria y futuro -identidad y vanguardia-, pudo ser, paradójicamente, más italiano, en el profundo sentido en el que la nacionalidad es antropología y no política.

Esto es algo que sabemos comprenderlo hoy gracias a una exposición de actualización crítica disfrazada de retrospectiva como la que ha planteado Celant, donde las envasadas heces de artista se alinean junto a otros residuos orgánicos como los huevos, la sangre, la madera quemada, la paja, el pan, la piel de conejo o junto a esa imagen orgánica residual de la modelo desnuda, componiendo una figura escultórica -¿un Cánova?- cuya estremecida epidermis queda signada con la firma del autor. No hace falta ser un experto en simbología para adivinar una visión antropológica vertical, como tampoco hace falta serlo para descifrar el sentido animista de pneuma que tienen sus globos inflados con el aire del artista o las ceremonias de transubstanciación eucarística donde Manzoni se daba a comer a sí mismo.

¿Otro escándalo, blasfematorio en este caso? De cualquier manera, de la forma con que la vida y la obra de Pier Paolo Pasolini reflejó su pasión desolada, pero justicieramente cristiana, contra el capitalismo, esa implacable máquina secularizadora. ¿Mierda de artista? Sí, pero también aire, sangre y el signo carismático de la pasión de vivir. De los ácromos a la base del mundo, Manzoni nos enseña, en fin, que posiblemente no todo lo que consume la vanguardia puede quedar reducido al aséptico formalismo anglosajón, esa lectura histórica, por concluida., ya increíble.

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